viernes, 26 de septiembre de 2014

Crónica noruega (2/2)

  El 24 cogí un bus de Stavanger por la mañana hacia Bergen. Este es un recorrido que se podía hacer en ferry hasta hace muy poco, pero parece ser que en este 2014 el bus era la única opción. Aun así, el propio bus se ve obligado a efectuar dos trayectos en transbordador, así que este recorrido mezcla ambos medios de transporte.



Como solo me quedaba la mitad de ese día, pregunté dónde podía comer algo noruego económico y me recomendaron el Pingvinen, un local donde comían los estudiantes, según el chico del hostal. ¡Carallo para los estudiantes, que se gastan 30 pavos en la comida! Me pedí un estofado de pescado, porque lo demás era demasiado normal y poco raro. Taba bien, aunque habría que esperar a Trondheim para una cocina más refinada.


 

Una vez saciada mi hambre di un paseo por la ciudad, con especial hincapié en Bryggen, patrimonio de la UNESCO desde nada más y nada menos que 1979. Esto es lo que dicen de él:

El barrio antiguo del muelle de Bryggen recuerda la importancia que tuvo la ciudad de Bergen en el imperio comercial de la Liga Hanseática, desde el siglo XIV hasta mediados del siglo XVI. Las típicas casas de madera de este barrio fueron pasto de las llamas en numerosas ocasiones; el último incendio se remonta al año 1955. Las reconstrucciones sucesivas se efectuaron sobre la base de los modelos primigenios y con arreglo a métodos tradicionales, habiéndose preservado así la configuración esencial del sitio, que es una reliquia de las antiguas estructuras urbanas en madera muy generalizadas antaño en el norte de Europa. Hoy en día, subsisten 62 inmuebles de este conjunto urbano.

Las fotos que se ven aquí no son las sacadas el primer día, sino el 25 de agosto, cuando hacía mejor tiempo. El primer día llegué al atardecer. Y en cuanto se hizo de noche me fui para el hostal. A priori me esperaba una noche plácida, pero Dios me castigaría con un fétido compañero de habitación. El olor de esa morsa putrefacta era nauseabundo, pero me encomendé a la naturaleza de mi pituitaria, esperando que poco a poco me fuese acostumbrando al olor. Cuando llegué por la noche, ese personaje que me recordaba horrores a Gordo Cabrón no estaba, pero se ve que era demasiado pronto para cantar victoria. Me metí en mi litera superior y al cabo de unos minutos empecé a sentir un ligero movimiento sísmico en el edificio, que se iba acrecentando poco a poco. Los pasos que retumbaban en el pasillo me hacían presagiar lo peor, y entonces me rendí a la evidencia cuando le vi efectuar su fulgurante entrada en el cuarto. Hombre, estaba claro que no me iba a librar de su hedionda presencia tan fácilmente, pero confiaba en que hubiese fallecido al intentar acometer una ruta de senderismo por Bergen de unos 30 metros. No cayó esa breva. 

Confiaba en que exhalase su último suspiro, pero la única exhalación fue la velocidad con la que ese pestilente saco de grasa se empeñó en quedarse dormido. Se desplomó en la cama, ataviado con su sugerente gallumbo negro, probablemente blanco en sus inicios, y al cabo de menos de un minuto ya empezaba a respirar con cierta dificultad, los funestos prolegómenos de unos ronquidos que fueron aumentando en intensidad. Viva y bravo, aquella prometía ser una noche bien larga. 

La pestilencia de su mera presencia había alcanzado cotas tan elevadas que haría avergonzarse a una mofeta que hubiese caído en un pozo de purín por accidente. Era de una intensidad semejante a un retrete en las entrañas de Mordor que ni los mismos orcos se atreviesen a usar por llevar diez años atascado. Me vi obligado a levantarme en plena noche para abrir la ventana y expulsar cualquier inmundicia gaseosa. Me volví a la cama, esperando conciliar el sueño de una pajolera vez, pero esa idea no parecía seducir al cachalote en los brazos de Morfeo. De repente, por si los sonoros ronquidos no fuesen suficientes, pasó a adornarlos con un colofón final consistente en un gritito de nenaza: en principio traslucía cierto tono de espanto y pavor, pero también se podía interpretar como un gemido producido por un enculamiento inesperado en sus sueños. Y así transcurría la noche:

—Roooooooncc... Fiuuuuuu... ¡Aaaaaaayyyyymñññ!

La guinda final consistía en conversaciones sobre sabe Dios qué en sabe Yahvé qué idioma. Me puse los cascos y le di caña a la música, pero aún podía oír sus grititos y sus delirios a modo de música de fondo.

Por la mañana le comenté al que estaba en la litera de abajo (resultó ser de Barcelona) la nochecita que nos había proporcionado la foca monje, y me dijo que quizás estuviera "puesto". Por su bien, hasta espero que sí: aguantar ese espectáculo lamentable día sí y día también acaba con cualquiera. 


Ese día 25 tenía muchas horas hasta mi encuentro con Linda, la chica canadiense con la que iba a compartir la ascensión al Trolltunga y el recorrido en piragua por Flåm. El bus salía a las 20:55, así que una idea interesante consistía en hacerse con una Bergen Card y dedicarse a ver todos los museos posibles ese día, ya que dicha tarjeta te permitía coger medios de transporte y entrar gratis a muchos museos, además del descuento de la mitad de precio para el funicular.

Fui, por ejemplo a la nave de Håkon, construida entre 1247 y 1261. Es el edificio civil más grande que se conserva de la Edad Media en Noruega. Por desgracia, en 1944 un barco de municiones alemán estalló en el puerto cerca de la nave, de la cual solo quedaron los muros chamuscados. Hoy en día la nave se utiliza para fiestas en ocasiones solemnes o incluso conciertos. La foto anterior se hizo con temporizador en la planta baja.




 Después subí a la torre de Rosenkrantz, erigida en la década de 1560 por el señor feudal de la fortaleza de Bergenshus, don Erik Rosenkrantz, a petición del rey Federico II. Rosenkrantz hizo venir a albañiles y canteros de escocia para su construcción. En estos dos primeros sitios tenían guías bastante exhaustivas (para lo pequeños que son) en español, que me traje de recuerdo.



El siguiente destino, algo más difícil de encontrar, fue el Gamle Bergen Museum, fundado en 1934: una especie de santuario para aquellos edificios en Bergen que habrían sido demolidos en las décadas de los 50, 60 o 70. Historia viva convertida en el único museo al aire libre del país, una ventana al pasado para presenciar con recreaciones las costumbres y vida cotidiana de las familias y trabajadores de prósperos comerciantes, funcionarios del Gobierno, patrones, artesanos y marineros que vivían en estos edificios.



 Al igual que en Williamsburg, la gente estaba allí con su traje de época, desempeñando su papel y hablando con los escasos turistas como si fuesen meros invitados o forasteros interesantes. Aparte de servidor, había otros dos escandinavos y tres brasileños. Al estar alejado del centro, creo que la gente descartaba este museo, pero a mí me pareció el más entretenido de todos en los que estuve. Allí permanecen la familia de funcionarios Regens, de 1826, el mercader Helland y su familia, de 1886, o el tendero Skauge, que vende los mismos productos que la gente de Bergen podía comprar en 1926.



Lo malo de los museos en Noruega es que tienen unos horarios demasiado limitados, lo cual te impide recorrerlos con calma, por mucho que madrugues. Los hay que no abren hasta las 11, y la mayoría cierra a las 16 o incluso antes. De aquí me tuve que largar pitando y coger un autobús para ir al museo de Bryggen, bastante soso de todas maneras. Ya no quedaba tiempo, por ejemplo, para el museo de la lepra, en el hospital de St. Jorgens. ¡Mira que hay museos para todos los gustos!



Bien, pues como la opción de los museos ya no daba más de sí, opté por subir al funicular Fløibanen, desde donde había unas bellas vistas de Bergen. Teniendo en cuenta que es la ciudad más lluviosa de Europa, o eso dicen, ¡este era un día para enmarcar!



Como todavía me sobraba tiempo, decidí pasear por las numerosas rutas que había por Fløyen, en busca de lugares fotogénicos. En el lago Skomakerdiket se puede incluso navegar en las piraguas que amablemente se ofrecen de forma gratuita, pero llegaba tarde: solo estaban disponibles hasta mediados de agosto.



Al final acabé encontrando el sitio perfecto, Fløyvarden. Era tan idóneo que hasta había un cilindro de piedra con la ubicación perfecta para colocar mi cámara. Un día soleado, naturaleza, senderismo y aire puro. Esto último es la esencia de Noruega, o al menos una buena razón para visitarla. 




Cuando volví a donde estaba el funicular para hacer algunas fotos, me encontré de nuevo con Félix, el alemán con el que había compartido habitación la primera noche. Ya lo había cruzado en un paso de cebra de la ciudad unas horas antes, así que decidí abordarle y hablar un rato con él. Recuerdo que me dijo: 

—¡Hombre, Santiago! ¿Qué tal?
—Santiago no sé, ¡pero Servando está divinamente!

Me dirigí al hotel para ir bien cenado antes de emprender el camino a la estación de autobuses. Había comprado pasta por la mañana y me comí la mitad del paquete, dejando la otra mitad para cinco horas después. Con el rotulador que había en la cocina dejé bien marcadas mis humildes pertenencias, escribiendo SERVANDO tres veces, pero eso no fue impedimento para que algún malnacido, agarrado, rácano, miserable y cutre hiciese caso omiso del claro aviso y se zampara mis espaguetis sin ningún tipo de remilgo. ¡Espero que no fuera esa vaca apestosa de mi cuarto! En cualquier caso, cogí un plato de cartón que había por allí y le mandé mis mejores deseos: esperando que se le indigestasen esos espaguetis lo máximo posible, porque hace falta ser bien Gilito. ¡Si al menos fuese caviar!

Así que dediqué los minutos restantes a preparar un buen paquete de sándwiches y comerme ya alguno como cena. Algo me decía que mi futura compañera de viaje iba a optar por este enfoque durante nuestro periplo juntos, y no me equivocaba.



Llegué a la estación con algo de adelanto, por esto de que no me hacía ninguna gracia perder el bus. Habíamos quedado a las 20:15-20:30 y llegué a y 10. Linda llegó a y 35, pero solo para decirme que quería confirmar si estaba allí y que iba a por la mochila. ¡Qué sangre fría! La parada en la que quedamos era la G, pero el bus salía desde la parada O. La chica tardó un buen rato en recoger su mochila y cuando el reloj marcó las 20:45, salí disparado hacia la parada, porque en realidad pensaba que salía a las 20:50. Cuando volví a la parada G, allí estaba buscándome. Al final el bus salía a las 20:55.

Ya estábamos tranquilitos en nuestro bus. Durante la primera parte del trayecto hablamos sin parar, hasta que una anciana nos miró y nos hizo un gesto pidiendo que cerrásemos el pico, que quería dormir a vella. Y en esto reparo en que seguramente, entre los demás pasajeros, haya alguno que se dirigiese también al mismo hotel que nosotros, desde el que iniciar el ascenso al Trolltunga. Pues sí, una pareja de neoyorquinos. Les digo que, como vamos al mismo hotel, podemos ir juntos, por si queda lejos de la parada, y me dicen.

—Queda a dos kilómetros de la estación, pero algo se nos ocurrirá.

La primera en la frente. Yo había leído que la parada estaba delante del hostal. Y luego añadió:

—Por cierto, ¿habéis llamado para avisar de que llegáis tarde? Porque no hay nadie en recepción después de las once de la noche.
—¿Comorrrrrr?

¡Maldición! En ningún lugar había leído ningún aviso al respecto. ¡Y quedaba una hora escasa para las 23:00! Ni siquiera tenía el número. Urg, se lo pedí a él, pero su móvil estaba a punto de fenecer por falta de batería. ¡Puñeteros Apple! Afortunadamente me lo pudo dar, pero claro, yo no podía llamar con mi teléfono, porque no me funcionaba en Noruega. ¡Rayos! Había que recurrir a medidas más desesperadas. Escogí a una víctima del bus, un chaval joven, para pedirle que me dejara usar su teléfono, y accedió... ¡pero no tenía cobertura! No había forma de llamar desde allí. Esperamos a que parase en el siguiente pueblo... ¡y el muy mamón seguía sin tener cobertura! El tiempo corría en nuestra contra... Cuando el bus se montó en el ferry, ya solo quedaban quince minutos. ¿Qué hacer? El conductor desapareció y apagó el autobús. Yo me bajé y fui a preguntarle al encargado del ferry si tenía un puñetero móvil en el maldito transbordador, y me dijo:

—Aquí no hay ninguno. Pero pregúntale al conductor. El bus debería tener un teléfono.
—¡Argh! ¿Pero dónde está ese desgraciado ahora?

¿Tendría pipí? Yo pensaba que se había metido en el excusado, y miré si estaba en las zonas comunes y el resto de lugares accesibles. ¡Nada! Y en esto Linda entró en acción, se metió directamente por la puerta que había atravesado el conductor, pasase lo que pasase. Yo ya me había fijado en un aparato que había en el bus, que suponía que era el teléfono, pero necesitaba el permiso del otro. Perseguí a Linda, que ya se encontraba en una habitación donde el conductor se estaba relajando, tomando algo y viendo la tele. Al parecer llamó a la puerta al grito de ¡ESTO ES UNA EMERGENCIA! y le preguntó si podíamos utilizar el teléfono. Nos quedaban cinco minutos, así que en cuanto vi como asentía, bajé las escaleras raudo cual centella y prácticamente subí al autobús atravesando de un salto el cristal del lado del conductor. 

—UAAAAARGG.

Llamé al hostal y arreglé el entuerto. Me despedí con un:

—Gracias, hasta luego.

La respuesta lacónica (con grelos) fue la siguiente:

—No, hasta mañana, más bien.

Nos dejaron la puerta de la habitación abierta, así como la del hostal, y a nuestros amigos neoyorquinos les dejaron la llave debajo de una maceta. Al final tenía yo razón y el bus se quedaba primero en la estación a 2 km, pero luego los que queríamos ir al hotel esperábamos en dicho bus y nos llevaban hasta justo enfrente.

Nos fuimos a dormir y al día siguiente, cuando buscábamos un taxi para ir hasta el punto donde comenzaba la ascensión, coincidimos de nuevo con los estadounidenses. No teníamos pensado ir con ellos, puesto que iban a empezar antes, pero se les debieron de pegar las sábanas y acabamos yendo juntos.

El comienzo no era muy alentador para aquellos que se rinden a la primera.



 Si bien se podía ascender por el camino que posteriormente usamos para bajar, subir la vía del Mågelibanen, un funicular actualmente en desuso, ya es toda una experiencia de por sí.



Al final daban ganas, efectivamente, de ponerse los pantalones cortos y quitarse todas las capas de ropa posibles. El día era espectacular.


 

Cuando coronamos la vía, Marius, un alemán, se unió a nuestra expedición. Disfrutamos de 12 maravillosas horas de trayecto, 11 kilómetros de ida y 11 de vuelta, con unas vistas inmejorables del lago Ringedalsvatnet. Las imágenes hablan por sí solas.







 Al cabo de unas horas llegamos a la lengua del Troll. Si el paisaje que ves durante el camino ya te abruma, la escena desde el Trolltunga es para quedarte casi sin respiro.



 Un lugar tan particular y bello merecía ser conquistado, tanto solo como en compañía.








 Todavía quedaba nieve en la montaña, así que jugueteamos un poco con ella y después emprendimos el camino de regreso. Se hace mejor, pero es quizá más pesado por el hecho de no tener el Trolltunga como destino anhelado al final del camino.



 Marius fue muy amable, ya que nos llevó de vuelta al hostal. Él viajaba con su madre en caravana y tenía espacio de sobra, así que fue un golpe de suerte. Al llegar al hotel no me importó pagar 65 coronas por una cerveza que me supo a gloria, lo mismo que a nuestros amigos de Nueva York.



 A la mañana siguiente cogimos el bus de Odda a Voss, que efectuaba paradas en hoteles a los que el propio Chiquito demandaría por plagio. En Voss cogimos otro bus a Flåm, donde se multiplicó por 400 el número de turistas.



El recorrido en bus ya había sido precioso, y navegar por el fiordo de Sogn fue una bellísima experiencia. ¡Sobre todo porque el tiempo seguía acompañando! Si bien es el tercero del mundo en longitud (detrás del de Scoreby Sund en Groenlandia y el canadiense Greely), en realidad se puede considerar el más largo de los que no se congelan.



Son nada más y nada menos que 205 kilómetros. Si bien los reconocidos por la UNESCO como patrimonio mundial son los de Geiranger y Nærøy, este no tiene nada que envidiarles.



 Nuestra guía (checa) nos preguntó si había alguien dispuesto a darse un chapuzón en una poza que había, después de haber subido a ver una cascada. Por supuesto, nadie tenía ganas. ¡Y yo menos!


 

Fueron cuatro horas en total. Una vez acabada la excursión, cogimos el Flamsbana, supuestamente el trayecto en tren más bello del mundo, pero claro, ¡eso es mucho decir! La última parada era el Kjosfossen, una cascada con un salto de 93 metros.



 Cambiamos en Myrdal y de ahí a Bergen. Linda y yo nos despedimos en la estación. La mañana siguiente, antes de coger el avión a Trondheim, la dediqué a recorrer una parte de Bergen quizá no tan conocida, pero que se prestaba mucho a ser inmortalizada. Esta zona estaba cerca de donde se encontraba la primera parada del funicular. Había oído que se podía llegar hasta arriba sin necesidad de cogerlo y decidí probar.



 Una vez arriba, volví a bajar y, como me quedaba algo de tiempo todavía, fui a un museo gratuito, el de la fortaleza de Bergen (Bergenhus Festningsmuseum).



En sus varias plantas había información interesantísima sobre el papel de las mujeres en la historia de Noruega o la resistencia Noruega en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en la foto de arriba tenemos una ENIGMA, la máquina encriptadora utilizada por los nazis (sobre todo) desde 1930. En la foto de abajo vemos un sillón ubicado en el edificio de la Gestapo en Bergen. Fue utilizado en interrogatorios.



 Ya solo quedaba Trondheim. Para abreviar un poco, en esta ciudad escogí Airbnb y me quedé en casa de May. Aparte de esta mujer noruega, en la casa también había un gato simpático y un pastor alemán muy juguetón. Aquí aproveché para lavar la ropa, antes de emprender el viaje islandés.



El primer día no había tiempo para mucho: fui al supermercado para comprar algo de comida para cocinar, y me di cuenta de que era demasiado tarde para comprar alcohol. Según parece, no se puede comprar alcohol después de las 18:00. ¡Esta barrera es infranqueable!



Esa noche hablé con May largo y tendido sobre todo tipo de temas relativos a Noruega. Era uno de los objetivos del viaje: hablar sin tapujos sobre política, la tragedia de Breivik... Hablamos también de religión y nuestras convicciones ateas (o ateósticas, en mi caso). Se daba la casualidad de que era su cumpleaños y me ofreció una birra. ¡Todo un lujo en Noruega!



El día siguiente lo tenía entero para Trondheim y pateé todo lo que pude. Primero el Ladestien.



Después el acogedor barrio de Bakklandet, con sus cafeterías y su pinta alternativa.



La catedral de Nidaros. Y después me di un homenaje yendo al restaurante que me había recomendado May: To Rom og Kjøkken.



 De primero, una deliciosa tártara de salmón con otros muchos ingredientes.


 
Y de segundo, ¡reno! Con coles de Bruselas, setas, arándanos rojos y salsa de porcini.



Después cogí el tranvía para dedicar el resto de la tarde a Bymarka, otra buena zona para pasear.



Creo que tuve mucha suerte con el tiempo, pero este viaje me pareció hecho a medida para todos aquellos que disfrutan como enanos de esa sensación que le invade a uno cuando camina embobado mirando a su alrededor y se dibuja en su rostro una sonrisa bobalicona: es la respuesta inconsciente de un cerebro que recibe todo tipo de estímulos que la conjunción del paisaje y el entorno despierta en él. Uno parece querer caminar sin descanso por parajes de colores intensos, rocas prístinas, aguas cristalinas donde el cielo se refleja en una copia perfecta... o tumbarse a la vera de un árbol para grabar a fuego lento en su memoria esa beldad perecedera, para convertirla en un recuerdo perpetuo.


martes, 16 de septiembre de 2014

Crónica noruega (1/2)


No era la primera vez que visitaba Noruega. Ya había estado en Oslo en el año 2008, cuando aprovechaba esa ubicación tan propicia para organizar viajes de fin de semana a destinos lejanos antaño pero cercanos hogaño, gracias a la expansión de las aerolíneas de bajo coste, toda una bendición para los aficionados a los viajes. Si por aquel entonces la visita había sido breve e invernal, la estación en la que me encontraba ahora me permitía centrarme en esa otra parte de Noruega que me interesaba más: la belleza que atesoran sus paisajes naturales, con los fiordos como escenario y varias excursiones como itinerario.



Como era un viaje donde no iban a reinar precisamente las altas temperaturas y, además, tenía que enlazar con un posterior viaje a Islandia, necesitaba una nueva mochila y cierta indumentaria para unas rutas por las montañas lo más cómodas posible: me hice con una Forclaz de 50 litros, algún pantalón, calcetines para trekking, un cortavientos impermeable ligerito (sin forro polar) y un sobrepantalón para no empaparme los pantalones ni llevar un pesado pantalón de nieve (buena opción). La consigna era clara: llevar una mochila lo más ligera posible, con un hueco que sería rellenado en varias ocasiones por agua y montañas de sándwiches. De hecho, empecé el viaje con provisiones para varios días: así evitaba tener que dejarme una pasta para comer y la consiguiente parada. Con los sándwiches podía ahorrarme tiempo y dinero, además de comer en un entorno mucho más bello.

Vueling ponía las cosas más fáciles, gracias a su vuelo a Stavanger a un precio asequible. Y allá me fui, para comenzar un recorrido desde el suroeste hasta Trondheim, de donde salía el vuelo directo a Reikiavik.



Como llegaba por la tarde, el primer día no había opción para hacer alguna de las rutas que tenía pensadas. Nada más llegar al aeropuerto seguí el sabio consejo de Wikitravel y cogí el bus de la línea número 9 para ir al centro de la ciudad. Costaba tres veces menos que el Flybus y solo le llevaba un poco más. En un país como Noruega, ese tipo de decisión es, como dirían los ingleses, un no-brainer. Cuando el bus llegó a Breiavatnet, me bajé allí mismo y comencé mi exploración de la ciudad.


Gamle Stavanger

En la oficina de información turística sondeé los precios para las excursiones al Preikestolen y al Kjeragbolten. En el primer caso había que coger un ferry y un bus, en el segundo el recorrido se hacía exclusivamente en autocar. Si bien la primera opción podía llegar a costar 420 coronas, si se quería explorar el fiordo de Lyse, yo soy de la opinión que los fiordos se disfrutan más desde arriba, así que me decanté por la empresa Tide Riser para llegar a ambos sitios. El viaje de ida y vuelta al Púlpito cuesta 250 coronas, mientras que la excursión a Kjerag asciende a 490, ya que se encuentra un poco más lejos.


Catedral de San Swithun

En la entrada de la oficina de turismo tenían folletos en dos idiomas: inglés... ¡y español! Algo me decía que iba a encontrarme con muchos en este viaje, quizá debido precisamente a esos vuelos tan económicos. Y así fue. Lo primero que hice fue ir al famoso Norsk Oljemuseum ('museo noruego del petróleo') antes de que cerraran. Y es que hay que estar al loro, porque los horarios de los museos en Noruega son bastante limitaditos. Por ejemplo, si quisiese ir hoy mismo, solo estaría abierto entre las 10 y las 16, el horario de lunes a sábado entre septiembre y mayo. Hay casos peores: el de Bryggen abre a las 11 y cierra a las 15. Francamente, ¿para qué abrir si solo lo vas a hacer un par de horas? Lo bueno es que me gustó la experiencia (precio de 100 coronas, 12 euros) y pude aprender bastantes cosas:

  • Noruega es el quinto exportador del mundo de petróleo y el tercero de gas.
  • La clasificación mundial por las dimensiones de las reservas petrolíferas es el siguiente: Arabia Saudí, Irán, Irak, Kuwait y Venezuela. La misma clasificación para el gas: Rusia, Irán, Catar, Turkmenistán, Arabia Saudí. En este ranking Noruega ocupa el puesto 18.º y 12.º respectivamente.
  • El accidente del Byford Dolphin, donde murieron cuatro buzos.
La razón de alcanzar un puesto tan alto como exportador, pese a no tener una de las mayores reservas, es que la energía hidroeléctrica cubre el 98 % de las necesidades energéticas del país. Ahora bien, en el gráfico de consumo la energía más usada siguen siendo los derivados del petróleo. En un caso parecido al de Islandia, que cubre su demanda de energía con la hidroeléctrica y la geotérmica, pero que necesita seguir usando combustibles fósiles para vehículos, motores, etc.



Me quedé en el museo hasta que me echaron prácticamente de él, ya que quería leer toda la información, ver todas las maquetas... Tratar de absorberlo todo. Es posible hacerlo en unas tres horas, pero yo contaba con dos escasas. De todas formas, me pude informar bastante. Y entonces decidí partir hasta mi siguiente objetivo: según me decía Google Maps, bastaba coger el bus 4 y esperar a acercarse a unos 8 minutos del monumento Sverd i fjell ('espadas en la roca'). En la trayectoria del bus vi que, efectivamente, había una parada justo enfrente de ese extraño híbrido hospital/hostal. Me entró la duda de bajarme y dar por terminado el día, pero todavía quedaban horas de luz y ganas de llegar a este monumento. Al final, tanto la ida como la vuelta se acabaron convirtiendo en una pequeña odisea.



Para empezar, en la ida llegó un momento en el que le pedí al busero que me avisase cuando estuviésemos cerca del sitio, pero me dijo sorprendido que el bus no iba a pasar por ahí y que, si quería ir, debía cambiar al bus número 29. En ese momento me arrepentí de no comprar el billete de 24 horas, para coger todos los buses posibles por unas ochenta y pico coronas (10 euros), en vez de tener que pagar 36 coronas cada vez. Así que me bajé y consulté el tiempo que quedaba para que llegase el 29. ¡Más de 10 minutos! El plan quedaba descartado: no iba a quedarme ahí pasmado esperando, si podía llegar a patita. De modo que me dispuse a seguir el recorrido del bus 29, fijándome en las paradas por donde pasaba: parada que veía, parada donde consultaba si pasaba el 29. Al cabo de unos dos kilómetros, allí estaba.



Este monumento es obra del escultor Fritz Røed, y lo inauguró el difunto rey Olav V de Noruega en 1983. Las tres espadas tienen 10 metros de alto y están clavadas en la roca: un símbolo de la paz eterna, ya que no se pueden sacar de ahí. Conmemoran la histórica batalla de Hafrsfjord, entre los años 872 y 900, cuando el rey Harald I de Noruega (apodado curiosamente Cabellera Hermosa) unificó Noruega bajo una misma corona. La espada más larga, precisamente con una corona, representa a ese Harald victorioso, mientras que las otras dos simbolizan a los otros dos reyes derrotados. Mi amiga la roca me permitió inmortalizar la escena conmigo en ella.



Era hora de volver, y para ello planeaba usar la misma técnica: regresar a donde me había bajado y desde ahí seguir las paradas del autobús de la línea 4 hasta llegar a situarme delante del hostal. Caminé y caminé con la mochila a cuestas por un buen número de paradas hasta que, de repente, al número 4 le dio por desaparecer mágicamente. Según parece, estaba más o menos cerca del hostal de la segunda noche, pero a una buena media hora del hostal que me tocaba ese día. Me acerqué una gasolinera a preguntar cómo llegar al sitio en cuestión y hubo un amable lugareño que se ofreció a llevarme por la nada desdeñable suma de 100 coronas. ¡Que te zurzan! Me dediqué a preguntar dónde quedaba el centro para poder volver a entrar en el mapa que llevaba y, desde ahí, coger la calle que me acabaría llevando al hostal. Tardé un buen rato en llegar de nuevo a Stavanger, y me pregunté si debía asegurar cogiendo el bus 4 desde allí. Pero ya que había llegado tan lejos (literalmente, puesto que había andado horas desde el monumento hasta nosédónde y desde nosédónde al centro), ¿por qué no seguir? Enfilé la calle que llevaba al hostal y me encontré con un pedazo de erizo al cabo de unos metros.



No cabe duda, estaba sobre la buena pista. Pero aún me hizo falta preguntar a un chico y dos chicas si me quedaba mucho para llegar. Para ser precisos, el hostal no estaba en el mapa de la ciudad, quedaban 800 metros fuera de él que yo esperaba fuesen más o menos en línea recta. Al final llegué a lo que parecía un gran hospital y me fui, ni corto ni perezoso, probablemente a Urgencias. Y no me corté porque había leído que la recepción del hospital también era la recepción del hostal. Me había equivocado por poco, era el edificio siguiente. También pertenecía al hostal, pero era donde se encontraba el comedor.

Parecía que mis tribulaciones y desventuras habían terminado, pero aún faltaba otra sorpresilla: la habitación que me habían asignado tenía todas las camas ocupadas. Y no es que solo sobrara yo, sino que había otros dos huéspedes de más. Además, como esa habitación se encontraba en el -1, no se podía utilizar el ascensor y la puerta de la escalera se cerraba, sin posibilidad de abrirla desde abajo, ¡te veías en la surrealista tesitura de salir del recinto para volver a entrar por la recepción! Por no hablar de que las propias duchas también estaban en otra planta. Pero no hay mal que por bien no venga: se vieron obligados a ofrecerme otra habitación, y por el precio de una habitación para 12 personas acabé durmiendo en una doble con un alemán. Este ya estaba durmiendo a pierna suelta, así que me metí el baño a darme la ducha más reconfortante que recuerdo en mucho tiempo. Dios mío, ¡cuánto la ansiaba!

 Detalle de una casa cerca del puerto

No había mucha presión para ir al Preikestolen. El viaje no duraba mucho y el número de autobuses y ferris era abundante. Por la mañana conocí a Felix, el alemán que dormía en la misma habitación. Y no sería la última vez que nos viésemos. Dejé la mochila en el hostal durante el día y me llevé solo mi fiel bolsa del GADIS como equipo para la escalada. ¡Escalemos como gallegos! Los sándwiches que llevaba de Lugo cundían cosa fina y eran perfectos para este tipo de rutas, donde te ves obligado a llevar comida para llevar. Recorrí brevemente el fiordo de Lyse y luego cogí un bus para empezar la ascensión, la más liviana de todas las que hice durante el viaje, apta para todos los públicos. Aproveché la gran afluencia de españoles, especialmente, para hacernos fotos mutuas, dada la escasez de rocas a una altura adecuada para las instantáneas con temporizador.



Se suponía que la ascensión duraba cuatro horas en total: dos horas de subida, media hora de parada en el Púlpito y hora y media para la bajada. Al final, aun con pausas para fotos y a un ritmo bastante lento, conseguí llegar antes. Lo cierto es que los cálculos realizados son siempre bastante generosos, lo cual me parece prudente y aconsejable: mejor que a la gente le acabe llevando menos al final que ir muy ajustado.



La tentación de sentarse en el borde (604 metros de caída) era muy grande y el peligro, mínimo. Sería una pena que pusiesen una barrera a un espacio natural como este, porque además hay otros sitios donde sentarse tanto aquí como en otros lados, y todo porque una persona el año pasado hizo sabe Dios qué y se cayó. En toda la historia de este sitio, no le había pasado a nadie, con el montón de gente que se sienta. En fin, es cuestión de utilizar el sentido común, ir caminando como un cangrejo hacia delante cuando ya estés cerca del borde (no vaya a ser que tropieces justo antes) y no tratar de hacer la pata coja u otro tipo de equilibrios extraños. Si tienes un vértigo tremendo, mejor no juegues con fuego. Pero, francamente, nada ni nadie te va a tirar. No es peligroso el sitio en sí, sino tratar de buscar demasiado el límite o traspasar barreras de seguridad, como también le pasó a un matrimonio recientemente en el cabo da Roca (Portugal). Con el agravante de que sus dos hijos pequeños estaban allí. No me puedo imaginar un trauma peor.



Yo por mi parte, me dediqué a disfrutar de las vistas del fiordo de Lyse mientras comía mis nutritivos y baratos sándwiches, con la botella de agua comprada en el aeropuerto de Barcelona. El agua en los aeropuertos sería cara, pero ya había oído hablar de los precios noruegos. Y como la propia visita al Preikestolen en sí no era suficiente, seguí ascendiendo a ver qué había más allá, aprovechando para retratar a esa formación rocosa con fecha de caducidad: su muerte se producirá, según la leyenda, cuando cinco hermanos noruegos se casen con cinco hermanas. Probablemente su estrepitoso derrumbe se produzca antes por razones geológicas, pero aún puede presumir de contar con unos buenos siglos de vida.



El día me había acompañado. El alemán me había dicho que tenía pensado ir pronto para evitar los chaparrones que siempre se producían al mediodía. En mi caso no empezó a llover seriamente hasta que ya estaba terminando el descenso, lo cual aumentaba el peligro de resbalar en según qué superficies. Estaba ya bastante cerca de la meta cuando derrapé en una roca y me pegué un buen batacazo. Afortunadamente, como decía Fidel Castro, mis reflejos "sobrehumanos" me llevaron a usar las manos para amortiguar la caída... Bueno, más bien la mano derecha, porque la izquierda tenía aún bien agarrada esa bolsa del Gadis que me acompañaba por doquier. Fue un buen aviso para ser más precavido en la siguiente ascensión.



Llegué al hostal de nuevo a pata desde el centro, ya que me había memorizado el recorrido a base de bien. Por el camino me paró una bella Noruega para hacerme una preguntar en perfecto noruego. No sabía si esperar a que terminase la pregunta, pero como parecía explayarse demasiado la interrumpí a lo Martes y 13 y su sketch de Paca Carmona:

—Mmira, yo sé que tú me hablah... ¡pero no te entiendo na, hija!

Yo lo único que sabía era que había un hostal allí al fondo y punto. Y no sería el lugar elegido para pasar aquella noche, ya que un tal Luca Rossi había ofrecido amablemente el sofá de su casa in extremis el día anterior y yo, conocedor de lo difícil que me estaba resultando conseguir un anfitrión en Couchsurfing, acepté sin titubeo alguno. ¡Y de nuevo el bus 4 se interponía en mi camino! Esta vez tenía que bajarme en cierto sitio llamado Lervig. Pero cuando subí al bus empecé a ver paradas que empezaban con ese nombre. ¿Cuál sería? ¿La primera, la segunda? Al final opté por bajarme en la primera y punto, a ver si había suerte. Y no la hubo, me bajé demasiado pronto, ¡ya podía haber especificado el nombre de la parada! Por suerte tenía el mapa descargado y fue cuestión de interpretarlo. Llegué a la calle sin mayores problemas, pero lógicamente no iba a tener la suerte de encontrar un número de portal y punto. Estaba dividido por bloques de una forma casi tan confusa como en Japón, pero al final di con el sitio correcto y allí me quedé. Hablamos de todo un poco: mi vidas, su vida en Noruega... Era un tipo muy simpático, con unos conocimientos enciclopédicos en cuanto a grupos musicales. Gracias a él conocí a grupos como Calexico (cuyo género musical es el tex mex rock), Calibro 35 (indie italiano) o Devendra Banhart. El primero supuso la banda sonora de mi ascensión al Kjerag del día siguiente. El bello amanecer al lado de su casa prometía.



 Luca me dejó amablemente una mochila pequeña, porque esta vez no había bolsa del Gadis. Le puse la funda para la lluvia que llevaba y metí los sándwiches que quedaban. Me levanté a eso de las seis, para prepararme y llegar con tiempo de sobra. Solo había un autobús y no podía fallar: tenía que llegar a las 7:30. Al final llegué con tiempo de sobra, pero no había ninguna tienda abierta para comprar botellas de agua. Con los horarios que se gastaban los museos, no estaba yo como para exigirles a los noruegos la existencia de tiendas abiertas las 24 horas. Al final acabé tomando un café y comprando una botella de agua de medio litro en la primera parada que hizo el autobús. Y el precio, tal y como me temía, era un pelín exagerado: 42 coronas. Comenzaba el plan B: se acabó el comprar agua, esta botella será rellenada sin suciedad hasta la saciedad, porque me obliga esta sociedad.



 El bus llegó puntualmente a Øygardstøl a las 10:45 de la mañana. Teníamos seis horas para hacer la ascensión y volver. El conductor se aseguró de dejarnos claro que no iba a esperar por nadie y que tuviésemos cuidado, porque los casos de personas que se tomaban la ruta con demasiada parsimonia eran habituales y luego tenían que buscarse la vida para volver. A mí no me apetecía nadita, y para no jugármela regresé con más de una hora de antelación. De todas formas, nadie perdió el bus y esas seis horas son más que suficientes para ir y volver, teniendo en cuenta que esta vez, por el leñazo del día anterior y lo húmedas que estaban las rocas, fui con más precaución.



Aunque no se aprecia en todo su esplendor en las fotos o vídeos, la propia ascensión de por sí ya merecía la pena, aunque no hubiese una piedra tan singular esperando como destino. Disfrutaba como un enano con los paisajes que me rodeaban y sentía como esbozaba esa sonrisa idiota de cuando uno se recrea simplemente con el entorno que le rodea, las vistas al fiordo, la libertad de caminar libremente sin mucha gente alrededor, respirar aire puro y regodearse con unas vistas cada vez más fabulosas. Las tes rojas en los majanos del camino te indicaban por dónde ir. A veces la niebla lo cubría todo, pero se disipaba y daba paso a un día más soleado. Aunque había partes húmedas, la lluvia aquí apenas apareció.


El reproductor de mp3 no había funcionado los días anteriores y por eso necesitaba conectarlo urgentemente a un ordenador, para poder acceder de nuevo a todas esas canciones que llevaba, a las que sumaba lo que me había transferido Luca. Fue la banda sonora perfecta para el viaje. En rutas posteriores habría espacio para la conversación con otros, pero en esta ocasión prefería ir a mi bola. Y así llegué al Kjeragbolten, una piedra de 5 m³ situada a casi un kilómetro de altura, con una primera caída libre de 241 metros y una pendiente posterior de 735 metros que va a dar al fiordo de Lyse.



Lógicamente si había llegado hasta allí, no iba a resistirme a inmortalizar el momento, así que le di mi cámara a un chaval joven que estaba sacando fotos de sus amigos y crucé los dedos. Que yo sepa, nadie se ha caído nunca desde ahí, aunque me parecía más fácil que en el púlpito. De todas formas, para que suceda eso es necesario hacer el capullo. Había gente, como el que iba delante de mí en la cola, que cambiaba de parecer cuando veía la roca y daba media vuelta, u optaba por sentarse y poner solo los pies en la roca. Luego estaban los que saltaban. Hay espacio para eso, pero ya estamos entrando en un terreno más peliagudo y yo me conformo con una foto normal y punto.





Una vez llegado a ese punto y después de los sándwiches pertinentes, inicié el descenso y llegué con bastante antelación. Después del viaje en autobús llegué de nuevo a casa de Luca y la velada de esa noche fue aún mejor que la anterior. Llegó otro couchsurfero, un chico italiano que estaba viajando haciendo autoestop por Escandinavia, después de haberlo hecho por Europa central. Luca nos preparó una cena deliciosa y hasta compartió esa valiosa última cerveza que le quedaba. Riccardo nos contó anécdotas de sus andanzas y Luca analizó la idiosincrasia noruega a través de sus mujeres, sus libros de texto para aprender noruego, su vida como escenógrafo en el teatro de Stavanger... Una conversación muy entretenida con unas buenas dosis de humor. Al final, como era sábado, nos invitó a ir a un local donde ponían buena música, pero después de haberme levantado tan temprano creía que podía llegar a dormirme in situ, así que preferí quedarme, al igual que Riccardo. Lo mejor fue lo que sucedió después: Luca nos mandó un wasap para preguntarnos si había dejado en casa la tarjeta de crédito. Buscamos por la mesa y su habitación, pero no la encontramos. Creía haberla perdido mientras iba en bicicleta, pero yo no me di por vencido y miré en una mochila que había en su habitación. Dentro había una cartera, le hice una foto y se la mandé por Whatsapp para preguntarle si era esa. Acerté, Luca respiró aliviado y su noche continuó. Y yo también, porque reflexionaba con Riccardo sobre cómo uno logra recuperar la confianza en el ser humano con gestos como este: tienes a dos desconocidos en tu casa hurgando en tus enseres y objetos personales hasta lograr encontrar algo tan valioso como una tarjeta de crédito. ¡Y tan panchos todos! Qué bonito es poder confiar en los demás. Un 10 para Couchsurfing y las gentes nobles que lo pueblan.



A la mañana siguiente me despedí de mi anfitrión y compañero temporal de piso para ir a la estación de autobuses. Me esperaba aún más de la mitad de mi viaje noruego, pero antes me di un último paseo por Stavanger, incluyendo Øvre Hommegate, la calle más colorida. Aunque aquí la cerda asquerosa que vive en la tercera casa de la derecha, empezando por abajo, tiró un pitillo encendido a la calle, en vez de apagarlo y tirarlo en su cubo de la basura. ¿Cómo se puede ser tan cochina?