Cae la noche sobre Tokio y el bullicio inherente a la gran metrópoli se muestra en todo su esplendor en los aledaños de la estación de Shibuya. Incontables turistas se mezclan entre la masa de japoneses que circula a ambos lados del famoso cruce, que parece recrear la invasión de Normandía en versión tierra-tierra. Delante del verde furgón emerge la cánida figura de Hachiko (ハチコ), un perro bizarro y fidelísimo que no dudó en acudir estoicamente a la estación en espera de su amo, incluso cuando el susodicho ya estaba criando malvas, margaritas, tulipanes y muchos, muchos crisantemos allá en lo alto. Alrededor de la celebérrima estatua se congrega un gentío variopinto: niponas a la espera de sus amados, amados a la espera de sus niponas, o futuros amantes en su primera cita. No hay lugar de encuentro más sencillo de acordar, y sin embargo a veces su propia fama juega en su contra, ya que no es del todo fácil encontrar al japonés desconocido de turno a poco que se mueva entre el tumulto.
El autor de estas líneas llega al sempiterno lugar de encuentro dispuesto a abandonar su condición de neófito en una lid que, si bien cuenta con su propia versión europea, no es ciertamente comparable: el karaoke (カラオケ). Es una voz japonesa engullida por nuestra lengua y cuyo desglose muestra dos conceptos en sendos términos:
kara (que significa 'vacío' en este caso pero es homófono a los significados 'desde', 'porque', 'cáscara' o 'collar') y
oke, parte de la voz japonesa オーケストラ (okesutora) prestada del inglés
orchestra. Nada más aposentar el pompis en los bancos que rodean al chucho en cuestión, aparece Doris por mi flanco derecho acompañada de tres amigos italianos. Precisamente en ese mismo momento componía un bello poema en mi cabeza:
Esta canícula estival me hará fenecer,
ansioso por ir al karaoke me hallopues allí aire acondicionado tiene que haber
¡y es que estoy sudando de carallo!
Las inclemencias del tiempo
en Japón se notan desde el mismo momento en el que se produce un terremoto de considerable rango pero que apenas hace cosquillas, o la tormenta que te provee de una duchita gratis de camino al hogar, seco hogar.
Pero tal vez lo que más puede llegar a tocar la fibra sensible es la soberbia conjunción de humedad y calor que uno siente en sus carnes cuando tiene la desdicha o la fortuna de encontrarse en casi cualquier parte de Japón en verano. Los japoneses tienen hasta una palabra para eso:
mushiatsui (literalmente 'húmedo' + 'caluroso', como lo leen). Pero dejemos las lindezas del calor para otra entrada.
Una vez puesto rumbo al karaoke, los trámites son sencillos, especialmente cuando uno se acompaña de cuatro italianos que hablan japonés sin problemas. Tokio no anda precisamente escaso de este tipo de locales, por lo que se necesita ser miope o no saber cuatro caracteres de nada en katakana para no encontrarlos. En cualquier caso, pregunte a cualquier japonés si está completamente desesperado. Así descubrirá que estos no dudarán en ofrecerle información (sea precisa o totalmente errónea, en este último caso lo importante es no reconocer que no se tiene ni pajolera idea).
Los ajenos a este noble arte (o conjura contra el deleite musical, según la calidad del intérprete) podrán pensar que apenas hay diferencias con el que monta todos los miércoles el
pub irlandés a la vuelta de la esquina. Craso error. En Japón, uno no tiene por qué mostrar sus carencias para el mundo de canción delante de los demás, sino que disfruta de tan señalado momento en un cuarto privado con sus amigos o allegados. Delante de ellos se sitúa el televisor y dos hermosos micrófonos con los que emular dúos memorables, cantar a coro o marcarse un buen solo. No dejen su guitarra de aire en casa para disfrutar como Axl Rose manda del clímax de los punteos y rasgueos intermedios.
Al final nos decidimos por un local con varios pisos llenos de salones (o saloncitos) de karaoke. Una vez que hemos llegado al cuarto asignado, el 503 para más señas, se suceden las preguntas sobre los gustos musicales. Haciendo gala de una profusa tolerancia, marco mis propios límites:
-A mí me gusta todo tipo de música, menos Juanes, Ricky Martin, y ese tipo de
hispanadas salseras, rumberas y demás calaña. Entre otras cosas porque 21 años en España me han llegado y sobrado para cogerles tirria.
Mis indicaciones no tardan en ser vilmente ignoradas, y entre las cinco primeras canciones elegidas por los únicos capaces de manejar el aparato para seleccionar las canciones figura la aterradora "La camisa negra", del sobredicho Juanes. Debido a mi condición de único hispanohablante, mi destino está sellado: la responsabilidad de interpretar esta auténtica atrocidad pachanguera recaerá sobre el menda. Primera nota mental: hacerse como sea con el control de la pantalla táctil que escoge las canciones.
Davide, Elisabetta y Doris: los tres colegas italianos que me acompañaron en mi estreno. Tras varios temas de corte italiano y ciertos clásicos del karaoke, como
Hit the Road Jack,
I've Got You Under My Skin o
Sweet Child of Mine llega el momento de interpretar el auténtico bodrio de una canción cuya letra y música me resulta harto aborrecible. Resignado, me dispongo a hacer el papel de español rumbero/salsero (vanos son mis esfuerzos de aducir tal responsabilidad a los latinoamericanos) y echar el resto para cuajar una buena actuación. Pero la furia que fluye por mis venas me acaba superando y no puedo evitar destrozar sin piedad ni escrúpulos uno de los versos más famosos a la par que bochornosos de la canción, que reza así:
Cama cama caman baby
te digo con disimulo
Que tengo la camisa negra
y debajo tengo el difuntoSiempre que había escuchado esta canción no podía comprender cómo el autor había podido desaprovechar una oportunidad de oro para una rima asonante de tomo y lomo. De modo que al llegar a esta parte de la canción improvisé mi propia versión para saciar mi sed de venganza con los italianos:
Cama cama caman baby
te digo con disimulo
Que tengo la camisa negra
y ¡QUE OS DEN POR EL CULO!España 1 - Italia 0. Lo más curioso de todo es que todos dijimos culo al unísono, porque por alguna extraña razón ya se lo olían.
Habrá quien piense que los italianos se llevan toda suerte de instrumentos para amenizar la velada.
¡Pues no! Tanto las maracas como las dos panderetas son propiedad del propio karaoke. La noche prosiguió con interpretaciones tan arriesgadas como
American Woman (masacrada sin pudor por servidor),
I Don't Feel Like Dancing (cantada a dúo con Doris en un ejercicio de falta de pudor encomiable) o
It's A Hard-Knock Life, del rapero Jay-Z, con la que descubrí mi vocación para el género del hop-hip (no puedo llamar por su nombre a la aproximación que yo realicé). Especialmente afortunada fue
Solitary Man ('el pajillero' si queremos ser vulgares) de Neil Diamond. Un tono de voz grave que se deja cantar si careces de tanto talento como el autor de estas líneas.
Doris y yo cantando a dúo una canción cualquiera. Probablemente Ain't No Mountain High Enough. En mi condición de melómano (palabra que no se refiere en absoluto a los amantes de los senos turgentes y de generoso tamaño) de la música setentera, creo que el karaoke representa una experiencia muy entretenida, debido al amplio repertorio de temas disponibles y la extraña configuración de ese micrófono que te hace parecer incluso un buen cantante. Aguardo con impaciencia mi próxima acometida, pues hay muchas canciones que se han quedado en el tintero, como la favorita de Doris:
For What's Worth. Será mejor que no empiece a hablar sobre Buffalo Springfield ni Stephen Stills, porque me enrollaría cual persiana y esta entrada no acabaría como lo va a hacer: justo ahora.