Carretera y manta. Después de Itálica, tocaba recorrer casi 300 kilómetros hasta Granada (tierra soñada por míii). Tenía reservada para ese día 28 por la noche mi visita a los palacios nazaríes, así que en principio contaba con tiempo más que suficiente, ya que llegaría a eso de las siete de la tarde.
Si bien la llegada se ajustó a la hora prevista, la primera impresión de Granada fue terrible, porque resultaba completamente imposible encontrar un aparcamiento por la zona que me habían recomendado, lejos del centro. Era una especie de prisionero en un bucle infinito del entramado de calles oscuras, estrechas y horrendas. Entonces decidí no ser tan ambicioso y alejarme todavía más. Parecía que ya estaba en las mismísimas afueras, pero cuando vi un sitio libre en la zona del parque de las ciencias, me rendí a la evidencia. Tenía ya ganas de dejar el coche bien aparcadito y no tocarlo en un par de días: dedicarme a patear sin cesar, una sana afición.
Así que cogí el GPS y puse rumbo al hostal: casi media horita, pero me planté en uno de los lugares que, a la postre, me parecían más ideales para una visita a La Alhambra, el Albaicín y todos esos lugares imprescindibles de Granada. Cuando llegué al hostal, salió el dueño a recibirme y me lanzó una mirada inquisitiva:
—Hola, tenía una reserva para dos noches...
—«¡Tenía!». Es decir, ha utilizado usted el pretérito imperfecto. ¿Eso quiere decir que ya no la tiene?
—Ah, bueno, tengo una reserva con todas las de la ley para dos noches.
—Ajá, eso es otra cosa.
La estancia me deparaba, sin duda, un anfitrión de lo más peculiar. Me pareció harto curiosa esa breve reflexión sobre el uso del imperfecto de cortesía, ese recurso que, al menos a título personal, lo veo justificado y no obsoleto. Curiosamente sucede lo mismo en alemán, y Bastian Sick lo describe en este artículo de Der Spiegel, donde su amigo saca punta a todas las frases con dicha forma verbal que usan los camareros de un restaurante.
Javier, que así se llamaba (y se sigue llamando) el buen hombre, me dio todo tipo de indicaciones sobre cómo llegar a La Alhambra y qué cosas ver. Por un momento parecía que incluso no iba a llegar al tiempo, con lo sobrado que estaba antes, porque don Javier no paraba de hilvanar temas de conversación a cuál más dispar: dibujaba en el mapa una A dentro de un círculo para indicar dónde se encontraba mi automóvil y entonces reparaba en la analogía del símbolo que acababa de marcar con el de la anarquía, lo cual desencadenaba una sucinta diatriba sobre la coyuntura política y social actual, que desembocaba en una agria conclusión en forma de latinismo lapidario: panem et cirsenses. Todo ello porque el fútbol es el opio actual del pueblo. ¿He dicho opio? La mención de esta sustancia dio pie a todo un análisis médico de los opiáceos y agentes anestésicos "para elefantes" como el propofol, al que era adicto Michael Jackson. Y todo para acabar revelándome que la droga que había consumido él años ha era la heroína. ¡Toma ya! Todo un personaje.
Después de la duchita de rigor, no tuve más que subir la cuesta que conducía hasta La Alhambra para hacer la visita a los palacios nazaríes. Al final resulta que había llegado con media hora de adelanto, así que decidí bajar la aplicación Google Sky para aprender de una vez por todas a situar las estrellas y planetas en el firmamento. ¿Cuáles eran esos dos astros que parecían brillar con mayor intensidad que los demás? Pues uno era la estrella Arturo, y el otro era... Marte. Los aficionados a la astronomía estarán acostumbrados, pero a mí me sigue pareciendo tan increíble poder ver a Marte tan fácilmente...
Yo ya había estado en La Alhambra muchos años ya, pero apenas tengo recuerdos, y creo que la visita nocturna fue un acierto. Si tienes que ver todo el complejo de La Alhambra de día, llegará un momento en el que ya no podrás valorarlo en su justa medida ni sentirte impresionado. De esta forma puedes llegar incluso a imaginarte a la emperatriz Isabel (esposa de Carlos V) en su suntuoso e idílico peinador sobre el adarve desde el cual dominaba con la vista todo el valle del Darro.
Cada sala parecía impresionarte aún más que la anterior, con varios motivos que se repetían, en especial los bellísimos mocárabes.
A las once y media cerraban el chiringuito, y aproveché para quedarme entre los últimos puestos y poder sacar una foto sin gente del patio de los leones, el mismo lugar donde hace décadas había posado para una foto (bueno, es la única foto que recuerdo ahora mismo).
Al día siguiente visité el resto de La Alhambra: el Generalife, el Partal, la Alcazaba e incluso el museo de Bellas Artes y el museo de La Alhambra, en el Palacio de Carlos V. El último lo estudié con detenimiento, pero en el primero la visita fue fugaz.
Para obtener información del lugar, nada más acceder vi la opción de descargar una aplicación gratuita y no me lo pensé dos veces. De todas formas, a decir verdad los datos resultaron ser más bien escasos, quizá una audioguía habría sido buena idea. Aunque eso implicaría la tarea posterior de resaltar aquí todo lo que me interesó de la información de la audioguía, y como ahora mismo estoy ocupadete, no es plan. Me quedo con los pequeños detalles, como esos patios, esa escalera del agua o incluso esos versos de Francisco de Icaza esculpidos en las Torres Bermejas:
Dale limosna, mujer,
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en Granada.
Pero Granada no es solo La Alhambra: una vez visitado cada último rincón de esta, me recorrí la zona del Albaicín, hasta llegar al mirador de San Nicolás y sentarme a contemplar La Alhambra desde la lejanía, para sacar la foto que encabeza esta entrada. Hay un mirador más lejano, que vería al día siguiente tras la visita al monasterio de la Cartuja. Se llama el mirador de San Cristóbal. Si queremos la mejor panorámica posible de La Alhambra, el mejor es el primero. Si queremos observar la muralla del siglo XI, construida por los reyes ziríes, o el palacio de Dar al Horra, el idóneo es el segundo.
No podía faltar en un buen viaje una visita a los lugareños en turno. En este caso pasé la tarde del segundo día con Amparo y Miguel, alicantina y granadino, pero residentes en esta ciudad desde hace unos años. Me recomendaron algunos sitios para ir de tapas por la noche. Según parece, tanto en Almería como en Granada se estila la tapa inherente a la consumición, mientras que en las demás provincias siempre hay que apoquinar por ello. Decidí probar esa noche, pero cuando estaba tomando la tapita en el primer bar, me rendí a la evidencia: se trata de una actividad tan intrínsicamente social, que ir de tapas por una ciudad desconocida me resultaba bastante triste. La tapa no es un fin en sí, sino un medio para entretenerse mientras se entabla una conversación con los amigos.
Me quedé en Granada un día más y obtuve un precio irrisorio de 15 euros la noche (un viernes) en pleno centro de Granada gracias al canjear tan jugosa oferta por un pequeño favor: traducir al inglés y al alemán una breve descripción del hotel. Le debí de caer simpático, porque después me escribió algún correo electrónico pidiéndome recomendaciones de sitios web o libros que resultasen instructivos, abrumado por mi "erudición" y "porque dado que una persona con
un aparato pensador del calibre que usted tiene , debe tener una buena
selecion". Su respuesta me hizo darme cuenta de lo habilidoso que soy ocultando mi estulticia e ignorancia supina. ¡Tanto es así que hasta parezco medianamente instruido! Mi respuesta fue extensa y comenzaba así:
El agradecido soy yo, por haber puesto usted a mi disposición en su posada unos aposentos donde aposentar mis apuestas posaderas. Vamos, que no es por darle coba, pero gracias por su digna alcoba (por la que poco dinero coba).
Pensaba que un precio de 15 euros por noche era imbatible, pero aún faltaba por llegar la habitación más barata. Como era imposible conseguir una habitación económica el sábado por la noche en Córdoba, decidí quedarme a dormir en Úbeda el sábado y dedicar todo el domingo, el último día del recorrido, a visitar Córdoba. Tanto Baeza como Úbeda son patrimonio de la UNESCO y se encuentran muy próximos entre sí.
Nada más llegar a Baeza me dirigí a la oficina de turismo en la plaza del Pópulo y me descargué la aplicación gratuita Audioguía Baeza. Más cómodo imposible, porque si no querías leer tenías la opción de ir escuchando los comentarios sobre los diversos lugares de interés turístico: la plaza de Santa María, con su catedral a un lado, la fuente de Santa María en medio y la Universidad Internacional de Andalucía Antonio Machado al otro, los palacio de Jabalquinto o Rubín de Ceballos, las ruinas de la iglesia de San Juan Bautista...
La universidad se puede visitar: nada más entrar aparece un claustro pequeño pero acogedor. La presencia de Antonio Machado en Baeza es constante, y es que aquí pasó una etapa bastante complicada de su vida. Todo un filón para este pueblo modesto: hasta hay una web dedicada ex profeso al centenario de este fortuito encuentro. Ocurrió poco después de la muerte de su esposa Leonor Izquierdo, de la que se enamoró perdidamente cuando esta tenía 13 años (cuando él tenía 32). Aunque solicitó como destino Madrid para seguir practicando la docencia, recaló en Baeza, único destino vacante entonces. Y durante siete años dio clase en esta aula.
Después de Baeza le tocaba el turno a Úbeda. Aquí una habitación individual en una pensión costó solo 10 euros. El tiempo no me acompañó como hasta entonces e incluso se puso a llover, pero escampó al cabo de un rato y pude recorrer también esta localidad. Además de la pateada, visité el museo arqueológico.
Ya solo faltaba una última escala: Córdoba. Mirando un mapa de carreteras vi resaltado Medina Azahara y decidí dedicarle la mañana a este yacimiento y el resto del día a la ciudad. La visita no me defraudó y me pareció muy completa: es muy recomendable pasar primero por el museo que se encuentra cerca del yacimiento: se inauguró en 2009 y obtuvo el premio al mejor museo europeo del año en 2012.
La película que se puede ver en el museo recrea Medina Azahara tal y como era en aquellos tiempos. Merece la pena verla antes de ir al propio yacimiento para reconocer cosas. Por ejemplo, la gran plaza desde la que accedían al palacio los visitantes que querían ver al califa, no sin antes ser conducidos por numerosas estancias.
La importancia de esta ciudad era considerable, ya que se convirtió en la sede del califato desde que Abd-al Rahman III ordenó su construcción en el año 929 d. C.
El apogeo de esta antigua ciudad fue efímero; de hecho, ni siquiera duró un siglo, ya que Almanzor decidió trasladar la sede administrativa de Medina Azahara a Medina Alzahira. «¡Pero si eh lo mimmo! ¡Pero no eh iguá!», como dirían Martes y 13 en su sketch de Gabriel.
Si Medina Azahara entró en decadencia y fue fruto de un saqueo desmesurado, Medina Alzahira corrió aún peor suerte. De hecho, Medina Azahara se puede visitar, pero Medina Alzahira sigue siendo un misterio, hasta el punto de que los arqueólogos no saben hoy en día con certeza dónde estaba ubicada la ciudad.
Después de haberme recorrido todo el recinto y leído todos los carteles, tocaba poner rumbo a Córdoba para aparcar el cochecito ande pudiese y llegar al hostal. No fue tan exagerado como en Granada, pero la circulación por Córdoba estaba restringida en algunos puntos y me vi obligado a improvisar por alguna calle hasta encontrar aparcamiento. Una vez encontrado, GPS y otra media horita hasta el hostal. Le pregunté a la chica del hostal qué restaurante me recomendaba y le pregunté sobre el tal Caballo Rojo del que me había hablado un profesor de mi antigua universidad.
Aparte de ese, me recomendó las Bodegas Campos, que quedaba a un minuto escaso a pie. Y allí fui. Pero cuando vi el percal, decidí que me iba a comer las empanadillas que todavía tenía conmigo. El pijerío y la etiqueta eran tales que con mis pintas no las tenía todas conmigo. Ya no era solo el cante de mi guisa entre tanto traje, sino que allí había boda de por medio y no quería meterme en esa clase de ambiente. Con gente por doquier, mi plato tendría una prioridad nula. Así que pospuse la buena pitanza para la noche, y me dirigí a la mezquita.
Aquí sí que no tenía constancia de haber estado y fue el monumento que más me gustó. Se puede visitar gratuitamente de 8:30 a 9:20, y a juzgar por la gente que había, quizá muchos prefieren ir a esa hora. Pero la singularidad de este lugar merece que explores hasta el último rincón. Y vuelvas a empezar una y otra vez.
Después de visitar la mezquita, me pateé el barrio judío y esas callejuelas estrechas que tanto me gusta recorrer.
Había dos que tenía marcadas en mi mapa especialmente: la calleja de las Flores, que da a una acogedora plazoleta cerrada (donde unos andaluces le estaban haciendo una sesión fotográfica a una niña vestida de bailaora que parecía Nico en versión femenina = pocholada). Y si esta foto podría ser buena (hecha con una buena cámara y mejor fotógrafo), la instantánea desde la propia plazoleta es aún mejor, con la torre de la catedral al fondo.
La otra es la calleja del pañuelo, así llamada porque alcanza en algún punto la anchura de un pañuelo de seda masculino. Y otro dato récord de esos que me gustan: se dice por ahí que la plazoleta a la que conduce es la más pequeña del mundo. Hala, ahí queda eso. No me cabe la menor duda de que siempre puede haber una más pequeña en algún lugar recóndito.
El barrio judío de Córdoba, desde luego, es uno de esos lugares donde no se puede pasar por alto ni una galería o soportal a priori insignificante, so pena de perderte la plazoleta, patio o rincón al que pueda conducirte.
Tanto la mezquita (1984) como el centro histórico (1994) son patrimonio de la UNESCO, además de la fiesta de los patios (2014). Nosotros, los lucenses, podemos considerarlo un pueblo hermano, al tener también su propio puente romano, del siglo I a. C, además de un templo también romano. ¡Pero a chincharse, que no tienen nuestra muralla bilimenaria! Bueno, hay algo que se le parece.
Las últimas horas de mi tour las dediqué al Alcázar de los Reyes Cristianos. Es un buen lugar para obtener una vista panorámica de la ciudad. Desde aquí se pueden ver sus jardines y las caballerizas reales.
En esta foto, tomada se puede apreciar el puente romano sobre el río Guadalquivir y la torre de la Calahorra al otro extremo.
La entrada es gratuita si se accede a una hora determinada (por la mañana temprano, como la mezquita, si no recuerdo mal). Cuando llegué ya era por la tarde y compré la entrada que incluía el espectáculo de luces y agua nocturno. Al vejete que me precedía no le gustaba la idea de tener que pagar 7 euros por esto, y expresó su enérgica protesta ante tamaño atraco con estas durísimas declaraciones:
—¡Yo, debo de ser tonto o idiota, vamos!
El chaval no se cansaba de repetirle que podía venir al día siguiente por la mañana, si lo estimaba oportuno, para no tener que pagar, pero estaba claro que el señor quería dejar claro que, con la que está cayendo, esto no se puede concebir, mire usted. Después de montar el numerito, me tocó el turno a mí, y le dije al de la taquilla:
—Hola, una entrada para idiotas, por favor.
Bueno, al menos lo admito con franqueza y hasta cierto orgullo. Yo, al contrario que el anciano, sí soy gilipollas y pago gustosamente la tarifa para visitar todo el recinto y volver después a las 23:30 para un espectáculo de casi una hora, bastante más de lo que me esperaba. Mi rigurosa valoración de este solemne acontecimiento es este: ta bien.
Antes de eso, mi exprofesor había dejado claro que debía probar a toda costa el salmorejo cordobés. Y por eso me dirigí al restaurante que me recomendaba: El caballo rojo. No quería cenar muy tarde y prefería evitar aglomeraciones, así que allí me planté a las ocho pasadas. Y claro, no había ni Cristo. Ya no solo gente, sino que no había ni camareros ni personal que me atendiera para conducirme a mi mesa con alegría y alborozo. Por fortuna, me había fijado durante mi paseo por el barrio judío en un local que parecía tener buena pinta y un nombre que siempre inspira confianza: Pepe. En concreto, se trataba de la Casa Pepe de la Judería. Miré en Google y las reseñas ponían por las nubes precisamente al salmorejo de este lugar.
Pensaba que el salmorejo era una especialidad andaluza en general, quizás engañado por el que había preparado una amiga granadina, pero parece ser que es originario de Córdoba. Solo lo había probado en dos ocasiones hasta el momento: el primero, no recuerdo donde, no me había gustado casi nada e incluso ni siquiera me había sentado bien; el segundo cambió mi opinión, pero seguía sin fascinarme y mostraba predilección por el gazpacho. Sin embargo, este salmorejo con trocitos de jamón de bellota (según la carta) me pareció exquisito. La fama estaba justificada. Aun así, pedí media razón y me costó terminarlo. El gazpacho me parece tan goloso que podría beberme varios platos, pero esta crema me cansa mucho antes y necesito combinarla con pan.
De segundo pedí el otro plato típico: rabo de toro. Creo haberlo probado en Badajoz, pero este también estaba rico. Es una carne potente y, pese a que era tan solo otra media ración, ya no quedaba espacio para las berenjenas con miel, mencionadas en otras reseñas. Le había dicho el camarero que las pediría si no estaba saciado después del rabete, pero al ver mi careto, me dijo:
—Va a ser que no, ¿verdad?
Pero en la carta había un tal "pastel cordobés", y como llevaba el adjetivo cordobés, no me pude resistir. No era nada del otro mundo al final: hojaldre con cabello de ángel.
Al terminar y pedir el café, el camarero me preguntó:
—¿De dónde eres?
—De Lugo.
—Coñio, ¡de ahí al lao!
—Sí, ¡más o menos!
Y, cuando me trajo el café, me deslumbró con sus conocimientos futbolísticos y me hizo esbozar una sonrisa. Le deseé suerte para la promoción a primera del Córdoba y él me la deseó para la permanencia del Lugo. Nosotros conseguimos nuestro objetivo, a la hora de publicar esta entrada el Córdoba se debate todavía entre la gloria o un fracaso muy relativo.
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