No era la primera vez que visitaba Noruega. Ya había estado en Oslo en el año 2008, cuando aprovechaba esa ubicación tan propicia para organizar viajes de fin de semana a destinos lejanos antaño pero cercanos hogaño, gracias a la expansión de las aerolíneas de bajo coste, toda una bendición para los aficionados a los viajes. Si por aquel entonces la visita había sido breve e invernal, la estación en la que me encontraba ahora me permitía centrarme en esa otra parte de Noruega que me interesaba más: la belleza que atesoran sus paisajes naturales, con los fiordos como escenario y varias excursiones como itinerario.
Como era un viaje donde no iban a reinar precisamente las altas temperaturas y, además, tenía que enlazar con un posterior viaje a Islandia, necesitaba una nueva mochila y cierta indumentaria para unas rutas por las montañas lo más cómodas posible: me hice con una Forclaz de 50 litros, algún pantalón, calcetines para trekking, un cortavientos impermeable ligerito (sin forro polar) y un sobrepantalón para no empaparme los pantalones ni llevar un pesado pantalón de nieve (buena opción). La consigna era clara: llevar una mochila lo más ligera posible, con un hueco que sería rellenado en varias ocasiones por agua y montañas de sándwiches. De hecho, empecé el viaje con provisiones para varios días: así evitaba tener que dejarme una pasta para comer y la consiguiente parada. Con los sándwiches podía ahorrarme tiempo y dinero, además de comer en un entorno mucho más bello.
Como llegaba por la tarde, el primer día no había opción para hacer alguna de las rutas que tenía pensadas. Nada más llegar al aeropuerto seguí el sabio consejo de Wikitravel y cogí el bus de la línea número 9 para ir al centro de la ciudad. Costaba tres veces menos que el Flybus y solo le llevaba un poco más. En un país como Noruega, ese tipo de decisión es, como dirían los ingleses, un no-brainer. Cuando el bus llegó a Breiavatnet, me bajé allí mismo y comencé mi exploración de la ciudad.
Gamle Stavanger
En la oficina de información turística sondeé los precios para las excursiones al Preikestolen y al Kjeragbolten. En el primer caso había que coger un ferry y un bus, en el segundo el recorrido se hacía exclusivamente en autocar. Si bien la primera opción podía llegar a costar 420 coronas, si se quería explorar el fiordo de Lyse, yo soy de la opinión que los fiordos se disfrutan más desde arriba, así que me decanté por la empresa Tide Riser para llegar a ambos sitios. El viaje de ida y vuelta al Púlpito cuesta 250 coronas, mientras que la excursión a Kjerag asciende a 490, ya que se encuentra un poco más lejos.
Catedral de San Swithun
En la entrada de la oficina de turismo tenían folletos en dos idiomas: inglés... ¡y español! Algo me decía que iba a encontrarme con muchos en este viaje, quizá debido precisamente a esos vuelos tan económicos. Y así fue. Lo primero que hice fue ir al famoso Norsk Oljemuseum ('museo noruego del petróleo') antes de que cerraran. Y es que hay que estar al loro, porque los horarios de los museos en Noruega son bastante limitaditos. Por ejemplo, si quisiese ir hoy mismo, solo estaría abierto entre las 10 y las 16, el horario de lunes a sábado entre septiembre y mayo. Hay casos peores: el de Bryggen abre a las 11 y cierra a las 15. Francamente, ¿para qué abrir si solo lo vas a hacer un par de horas? Lo bueno es que me gustó la experiencia (precio de 100 coronas, 12 euros) y pude aprender bastantes cosas:
- Noruega es el quinto exportador del mundo de petróleo y el tercero de gas.
- La clasificación mundial por las dimensiones de las reservas petrolíferas es el siguiente: Arabia Saudí, Irán, Irak, Kuwait y Venezuela. La misma clasificación para el gas: Rusia, Irán, Catar, Turkmenistán, Arabia Saudí. En este ranking Noruega ocupa el puesto 18.º y 12.º respectivamente.
- El accidente del Byford Dolphin, donde murieron cuatro buzos.
La razón de alcanzar un puesto tan alto como exportador, pese a no tener una de las mayores reservas, es que la energía hidroeléctrica cubre el 98 % de las necesidades energéticas del país. Ahora bien, en el gráfico de consumo la energía más usada siguen siendo los derivados del petróleo. En un caso parecido al de Islandia, que cubre su demanda de energía con la hidroeléctrica y la geotérmica, pero que necesita seguir usando combustibles fósiles para vehículos, motores, etc.
Me quedé en el museo hasta que me echaron prácticamente de él, ya que quería leer toda la información, ver todas las maquetas... Tratar de absorberlo todo. Es posible hacerlo en unas tres horas, pero yo contaba con dos escasas. De todas formas, me pude informar bastante. Y entonces decidí partir hasta mi siguiente objetivo: según me decía Google Maps, bastaba coger el bus 4 y esperar a acercarse a unos 8 minutos del monumento Sverd i fjell ('espadas en la roca'). En la trayectoria del bus vi que, efectivamente, había una parada justo enfrente de ese extraño híbrido hospital/hostal. Me entró la duda de bajarme y dar por terminado el día, pero todavía quedaban horas de luz y ganas de llegar a este monumento. Al final, tanto la ida como la vuelta se acabaron convirtiendo en una pequeña odisea.
Para empezar, en la ida llegó un momento en el que le pedí al busero que me avisase cuando estuviésemos cerca del sitio, pero me dijo sorprendido que el bus no iba a pasar por ahí y que, si quería ir, debía cambiar al bus número 29. En ese momento me arrepentí de no comprar el billete de 24 horas, para coger todos los buses posibles por unas ochenta y pico coronas (10 euros), en vez de tener que pagar 36 coronas cada vez. Así que me bajé y consulté el tiempo que quedaba para que llegase el 29. ¡Más de 10 minutos! El plan quedaba descartado: no iba a quedarme ahí pasmado esperando, si podía llegar a patita. De modo que me dispuse a seguir el recorrido del bus 29, fijándome en las paradas por donde pasaba: parada que veía, parada donde consultaba si pasaba el 29. Al cabo de unos dos kilómetros, allí estaba.
Este monumento es obra del escultor Fritz Røed, y lo inauguró el difunto rey Olav V de Noruega en 1983. Las tres espadas tienen 10 metros de alto y están clavadas en la roca: un símbolo de la paz eterna, ya que no se pueden sacar de ahí. Conmemoran la histórica batalla de Hafrsfjord, entre los años 872 y 900, cuando el rey Harald I de Noruega (apodado curiosamente Cabellera Hermosa) unificó Noruega bajo una misma corona. La espada más larga, precisamente con una corona, representa a ese Harald victorioso, mientras que las otras dos simbolizan a los otros dos reyes derrotados. Mi amiga la roca me permitió inmortalizar la escena conmigo en ella.
Era hora de volver, y para ello planeaba usar la misma técnica: regresar a donde me había bajado y desde ahí seguir las paradas del autobús de la línea 4 hasta llegar a situarme delante del hostal. Caminé y caminé con la mochila a cuestas por un buen número de paradas hasta que, de repente, al número 4 le dio por desaparecer mágicamente. Según parece, estaba más o menos cerca del hostal de la segunda noche, pero a una buena media hora del hostal que me tocaba ese día. Me acerqué una gasolinera a preguntar cómo llegar al sitio en cuestión y hubo un amable lugareño que se ofreció a llevarme por la nada desdeñable suma de 100 coronas. ¡Que te zurzan! Me dediqué a preguntar dónde quedaba el centro para poder volver a entrar en el mapa que llevaba y, desde ahí, coger la calle que me acabaría llevando al hostal. Tardé un buen rato en llegar de nuevo a Stavanger, y me pregunté si debía asegurar cogiendo el bus 4 desde allí. Pero ya que había llegado tan lejos (literalmente, puesto que había andado horas desde el monumento hasta nosédónde y desde nosédónde al centro), ¿por qué no seguir? Enfilé la calle que llevaba al hostal y me encontré con un pedazo de erizo al cabo de unos metros.
No cabe duda, estaba sobre la buena pista. Pero aún me hizo falta preguntar a un chico y dos chicas si me quedaba mucho para llegar. Para ser precisos, el hostal no estaba en el mapa de la ciudad, quedaban 800 metros fuera de él que yo esperaba fuesen más o menos en línea recta. Al final llegué a lo que parecía un gran hospital y me fui, ni corto ni perezoso, probablemente a Urgencias. Y no me corté porque había leído que la recepción del hospital también era la recepción del hostal. Me había equivocado por poco, era el edificio siguiente. También pertenecía al hostal, pero era donde se encontraba el comedor.
Parecía que mis tribulaciones y desventuras habían terminado, pero aún faltaba otra sorpresilla: la habitación que me habían asignado tenía todas las camas ocupadas. Y no es que solo sobrara yo, sino que había otros dos huéspedes de más. Además, como esa habitación se encontraba en el -1, no se podía utilizar el ascensor y la puerta de la escalera se cerraba, sin posibilidad de abrirla desde abajo, ¡te veías en la surrealista tesitura de salir del recinto para volver a entrar por la recepción! Por no hablar de que las propias duchas también estaban en otra planta. Pero no hay mal que por bien no venga: se vieron obligados a ofrecerme otra habitación, y por el precio de una habitación para 12 personas acabé durmiendo en una doble con un alemán. Este ya estaba durmiendo a pierna suelta, así que me metí el baño a darme la ducha más reconfortante que recuerdo en mucho tiempo. Dios mío, ¡cuánto la ansiaba!
Detalle de una casa cerca del puerto
No había mucha presión para ir al Preikestolen. El viaje no duraba mucho y el número de autobuses y ferris era abundante. Por la mañana conocí a Felix, el alemán que dormía en la misma habitación. Y no sería la última vez que nos viésemos. Dejé la mochila en el hostal durante el día y me llevé solo mi fiel bolsa del GADIS como equipo para la escalada. ¡Escalemos como gallegos! Los sándwiches que llevaba de Lugo cundían cosa fina y eran perfectos para este tipo de rutas, donde te ves obligado a llevar comida para llevar. Recorrí brevemente el fiordo de Lyse y luego cogí un bus para empezar la ascensión, la más liviana de todas las que hice durante el viaje, apta para todos los públicos. Aproveché la gran afluencia de españoles, especialmente, para hacernos fotos mutuas, dada la escasez de rocas a una altura adecuada para las instantáneas con temporizador.
Se suponía que la ascensión duraba cuatro horas en total: dos horas de subida, media hora de parada en el Púlpito y hora y media para la bajada. Al final, aun con pausas para fotos y a un ritmo bastante lento, conseguí llegar antes. Lo cierto es que los cálculos realizados son siempre bastante generosos, lo cual me parece prudente y aconsejable: mejor que a la gente le acabe llevando menos al final que ir muy ajustado.
La tentación de sentarse en el borde (604 metros de caída) era muy grande y el peligro, mínimo. Sería una pena que pusiesen una barrera a un espacio natural como este, porque además hay otros sitios donde sentarse tanto aquí como en otros lados, y todo porque una persona el año pasado hizo sabe Dios qué y se cayó. En toda la historia de este sitio, no le había pasado a nadie, con el montón de gente que se sienta. En fin, es cuestión de utilizar el sentido común, ir caminando como un cangrejo hacia delante cuando ya estés cerca del borde (no vaya a ser que tropieces justo antes) y no tratar de hacer la pata coja u otro tipo de equilibrios extraños. Si tienes un vértigo tremendo, mejor no juegues con fuego. Pero, francamente, nada ni nadie te va a tirar. No es peligroso el sitio en sí, sino tratar de buscar demasiado el límite o traspasar barreras de seguridad, como también le pasó a un matrimonio recientemente en el cabo da Roca (Portugal). Con el agravante de que sus dos hijos pequeños estaban allí. No me puedo imaginar un trauma peor.
Yo por mi parte, me dediqué a disfrutar de las vistas del fiordo de Lyse mientras comía mis nutritivos y baratos sándwiches, con la botella de agua comprada en el aeropuerto de Barcelona. El agua en los aeropuertos sería cara, pero ya había oído hablar de los precios noruegos. Y como la propia visita al Preikestolen en sí no era suficiente, seguí ascendiendo a ver qué había más allá, aprovechando para retratar a esa formación rocosa con fecha de caducidad: su muerte se producirá, según la leyenda, cuando cinco hermanos noruegos se casen con cinco hermanas. Probablemente su estrepitoso derrumbe se produzca antes por razones geológicas, pero aún puede presumir de contar con unos buenos siglos de vida.
El día me había acompañado. El alemán me había dicho que tenía pensado ir pronto para evitar los chaparrones que siempre se producían al mediodía. En mi caso no empezó a llover seriamente hasta que ya estaba terminando el descenso, lo cual aumentaba el peligro de resbalar en según qué superficies. Estaba ya bastante cerca de la meta cuando derrapé en una roca y me pegué un buen batacazo. Afortunadamente, como decía Fidel Castro, mis reflejos "sobrehumanos" me llevaron a usar las manos para amortiguar la caída... Bueno, más bien la mano derecha, porque la izquierda tenía aún bien agarrada esa bolsa del Gadis que me acompañaba por doquier. Fue un buen aviso para ser más precavido en la siguiente ascensión.
Llegué al hostal de nuevo a pata desde el centro, ya que me había memorizado el recorrido a base de bien. Por el camino me paró una bella Noruega para hacerme una preguntar en perfecto noruego. No sabía si esperar a que terminase la pregunta, pero como parecía explayarse demasiado la interrumpí a lo Martes y 13 y su sketch de Paca Carmona:
—Mmira, yo sé que tú me hablah... ¡pero no te entiendo na, hija!
Luca me dejó amablemente una mochila pequeña, porque esta vez no había bolsa del Gadis. Le puse la funda para la lluvia que llevaba y metí los sándwiches que quedaban. Me levanté a eso de las seis, para prepararme y llegar con tiempo de sobra. Solo había un autobús y no podía fallar: tenía que llegar a las 7:30. Al final llegué con tiempo de sobra, pero no había ninguna tienda abierta para comprar botellas de agua. Con los horarios que se gastaban los museos, no estaba yo como para exigirles a los noruegos la existencia de tiendas abiertas las 24 horas. Al final acabé tomando un café y comprando una botella de agua de medio litro en la primera parada que hizo el autobús. Y el precio, tal y como me temía, era un pelín exagerado: 42 coronas. Comenzaba el plan B: se acabó el comprar agua, esta botella será rellenada sin suciedad hasta la saciedad, porque me obliga esta sociedad.
El bus llegó puntualmente a Øygardstøl a las 10:45 de la mañana. Teníamos seis horas para hacer la ascensión y volver. El conductor se aseguró de dejarnos claro que no iba a esperar por nadie y que tuviésemos cuidado, porque los casos de personas que se tomaban la ruta con demasiada parsimonia eran habituales y luego tenían que buscarse la vida para volver. A mí no me apetecía nadita, y para no jugármela regresé con más de una hora de antelación. De todas formas, nadie perdió el bus y esas seis horas son más que suficientes para ir y volver, teniendo en cuenta que esta vez, por el leñazo del día anterior y lo húmedas que estaban las rocas, fui con más precaución.
Aunque no se aprecia en todo su esplendor en las fotos o vídeos, la propia ascensión de por sí ya merecía la pena, aunque no hubiese una piedra tan singular esperando como destino. Disfrutaba como un enano con los paisajes que me rodeaban y sentía como esbozaba esa sonrisa idiota de cuando uno se recrea simplemente con el entorno que le rodea, las vistas al fiordo, la libertad de caminar libremente sin mucha gente alrededor, respirar aire puro y regodearse con unas vistas cada vez más fabulosas. Las tes rojas en los majanos del camino te indicaban por dónde ir. A veces la niebla lo cubría todo, pero se disipaba y daba paso a un día más soleado. Aunque había partes húmedas, la lluvia aquí apenas apareció.
El reproductor de mp3 no había funcionado los días anteriores y por eso necesitaba conectarlo urgentemente a un ordenador, para poder acceder de nuevo a todas esas canciones que llevaba, a las que sumaba lo que me había transferido Luca. Fue la banda sonora perfecta para el viaje. En rutas posteriores habría espacio para la conversación con otros, pero en esta ocasión prefería ir a mi bola. Y así llegué al Kjeragbolten, una piedra de 5 m³ situada a casi un kilómetro de altura, con una primera caída libre de 241 metros y una pendiente posterior de 735 metros que va a dar al fiordo de Lyse.
Lógicamente si había llegado hasta allí, no iba a resistirme a inmortalizar el momento, así que le di mi cámara a un chaval joven que estaba sacando fotos de sus amigos y crucé los dedos. Que yo sepa, nadie se ha caído nunca desde ahí, aunque me parecía más fácil que en el púlpito. De todas formas, para que suceda eso es necesario hacer el capullo. Había gente, como el que iba delante de mí en la cola, que cambiaba de parecer cuando veía la roca y daba media vuelta, u optaba por sentarse y poner solo los pies en la roca. Luego estaban los que saltaban. Hay espacio para eso, pero ya estamos entrando en un terreno más peliagudo y yo me conformo con una foto normal y punto.
Una vez llegado a ese punto y después de los sándwiches pertinentes, inicié el descenso y llegué con bastante antelación. Después del viaje en autobús llegué de nuevo a casa de Luca y la velada de esa noche fue aún mejor que la anterior. Llegó otro couchsurfero, un chico italiano que estaba viajando haciendo autoestop por Escandinavia, después de haberlo hecho por Europa central. Luca nos preparó una cena deliciosa y hasta compartió esa valiosa última cerveza que le quedaba. Riccardo nos contó anécdotas de sus andanzas y Luca analizó la idiosincrasia noruega a través de sus mujeres, sus libros de texto para aprender noruego, su vida como escenógrafo en el teatro de Stavanger... Una conversación muy entretenida con unas buenas dosis de humor. Al final, como era sábado, nos invitó a ir a un local donde ponían buena música, pero después de haberme levantado tan temprano creía que podía llegar a dormirme in situ, así que preferí quedarme, al igual que Riccardo. Lo mejor fue lo que sucedió después: Luca nos mandó un wasap para preguntarnos si había dejado en casa la tarjeta de crédito. Buscamos por la mesa y su habitación, pero no la encontramos. Creía haberla perdido mientras iba en bicicleta, pero yo no me di por vencido y miré en una mochila que había en su habitación. Dentro había una cartera, le hice una foto y se la mandé por Whatsapp para preguntarle si era esa. Acerté, Luca respiró aliviado y su noche continuó. Y yo también, porque reflexionaba con Riccardo sobre cómo uno logra recuperar la confianza en el ser humano con gestos como este: tienes a dos desconocidos en tu casa hurgando en tus enseres y objetos personales hasta lograr encontrar algo tan valioso como una tarjeta de crédito. ¡Y tan panchos todos! Qué bonito es poder confiar en los demás. Un 10 para Couchsurfing y las gentes nobles que lo pueblan.
A la mañana siguiente me despedí de mi anfitrión y compañero temporal de piso para ir a la estación de autobuses. Me esperaba aún más de la mitad de mi viaje noruego, pero antes me di un último paseo por Stavanger, incluyendo Øvre Hommegate, la calle más colorida. Aunque aquí la cerda asquerosa que vive en la tercera casa de la derecha, empezando por abajo, tiró un pitillo encendido a la calle, en vez de apagarlo y tirarlo en su cubo de la basura. ¿Cómo se puede ser tan cochina?
No hay comentarios:
Publicar un comentario