Como solo me quedaba la mitad de ese día, pregunté dónde podía comer algo noruego económico y me recomendaron el Pingvinen,
un local donde comían los estudiantes, según el chico del hostal.
¡Carallo para los estudiantes, que se gastan 30 pavos en la comida! Me
pedí un estofado de pescado, porque lo demás era demasiado normal y poco
raro. Taba bien, aunque habría que esperar a Trondheim para una cocina
más refinada.
Una
vez saciada mi hambre di un paseo por la ciudad, con especial hincapié
en Bryggen, patrimonio de la UNESCO desde nada más y nada menos que
1979. Esto es lo que dicen de él:
El barrio antiguo del muelle de Bryggen recuerda la importancia que tuvo la ciudad de Bergen en el imperio comercial de la Liga Hanseática, desde el siglo XIV hasta mediados del siglo XVI. Las típicas casas de madera de este barrio fueron pasto de las llamas en numerosas ocasiones; el último incendio se remonta al año 1955. Las reconstrucciones sucesivas se efectuaron sobre la base de los modelos primigenios y con arreglo a métodos tradicionales, habiéndose preservado así la configuración esencial del sitio, que es una reliquia de las antiguas estructuras urbanas en madera muy generalizadas antaño en el norte de Europa. Hoy en día, subsisten 62 inmuebles de este conjunto urbano.
Las
fotos que se ven aquí no son las sacadas el primer día, sino el 25 de
agosto, cuando hacía mejor tiempo. El primer día llegué al atardecer. Y
en cuanto se hizo de noche me fui para el hostal. A priori me esperaba
una noche plácida, pero Dios me castigaría con un fétido compañero de
habitación. El olor de esa morsa putrefacta era nauseabundo, pero me
encomendé a la naturaleza de mi pituitaria, esperando que poco a poco me
fuese acostumbrando al olor. Cuando llegué por la noche, ese personaje
que me recordaba horrores a Gordo Cabrón
no estaba, pero se ve que era demasiado pronto para cantar victoria. Me
metí en mi litera superior y al cabo de unos minutos empecé a sentir un
ligero movimiento sísmico en el edificio, que se iba acrecentando poco a
poco. Los pasos que retumbaban en el pasillo me hacían presagiar lo
peor, y entonces me rendí a la evidencia cuando le vi efectuar su
fulgurante entrada en el cuarto. Hombre, estaba claro que no me iba a
librar de su hedionda presencia tan fácilmente, pero confiaba en que
hubiese fallecido al intentar acometer una ruta de senderismo por Bergen
de unos 30 metros. No cayó esa breva.
Confiaba
en que exhalase su último suspiro, pero la única exhalación fue la
velocidad con la que ese pestilente saco de grasa se empeñó en quedarse
dormido. Se desplomó en la cama, ataviado con su sugerente gallumbo
negro, probablemente blanco en sus inicios, y al cabo de menos de un
minuto ya empezaba a respirar con cierta dificultad, los funestos
prolegómenos de unos ronquidos que fueron aumentando en intensidad. Viva
y bravo, aquella prometía ser una noche bien larga.
La
pestilencia de su mera presencia había alcanzado cotas tan elevadas que
haría avergonzarse a una mofeta que hubiese caído en un pozo de purín
por accidente. Era de una intensidad semejante a un retrete en las
entrañas de Mordor que ni los mismos orcos se atreviesen a usar por
llevar diez años atascado. Me vi obligado a levantarme en plena noche
para abrir la ventana y expulsar cualquier inmundicia gaseosa. Me volví a
la cama, esperando conciliar el sueño de una pajolera vez, pero esa
idea no parecía seducir al cachalote en los brazos de Morfeo. De
repente, por si los sonoros ronquidos no fuesen suficientes, pasó a
adornarlos con un colofón final consistente en un gritito de nenaza: en
principio traslucía cierto tono de espanto y pavor, pero también se
podía interpretar como un gemido producido por un enculamiento
inesperado en sus sueños. Y así transcurría la noche:
—Roooooooncc... Fiuuuuuu... ¡Aaaaaaayyyyymñññ!
La
guinda final consistía en conversaciones sobre sabe Dios qué en sabe
Yahvé qué idioma. Me puse los cascos y le di caña a la música, pero aún
podía oír sus grititos y sus delirios a modo de música de fondo.
Por
la mañana le comenté al que estaba en la litera de abajo (resultó ser
de Barcelona) la nochecita que nos había proporcionado la foca monje, y
me dijo que quizás estuviera "puesto". Por su bien, hasta espero que sí:
aguantar ese espectáculo lamentable día sí y día también acaba con
cualquiera.
Ese día 25 tenía muchas horas hasta mi encuentro con Linda, la chica canadiense con la que iba a compartir la ascensión al Trolltunga y el recorrido en piragua por Flåm. El bus salía a las 20:55, así que una idea interesante consistía en hacerse con una Bergen Card y dedicarse a ver todos los museos posibles ese día, ya que dicha tarjeta te permitía coger medios de transporte y entrar gratis a muchos museos, además del descuento de la mitad de precio para el funicular.
Fui,
por ejemplo a la nave de Håkon, construida entre 1247 y 1261. Es el
edificio civil más grande que se conserva de la Edad Media en Noruega.
Por desgracia, en 1944 un barco de municiones alemán estalló en el
puerto cerca de la nave, de la cual solo quedaron los muros chamuscados.
Hoy en día la nave se utiliza para fiestas en ocasiones solemnes o
incluso conciertos. La foto anterior se hizo con temporizador en la
planta baja.
Después
subí a la torre de Rosenkrantz, erigida en la década de 1560 por el
señor feudal de la fortaleza de Bergenshus, don Erik Rosenkrantz, a
petición del rey Federico II. Rosenkrantz hizo venir a albañiles y
canteros de escocia para su construcción. En estos dos primeros sitios
tenían guías bastante exhaustivas (para lo pequeños que son) en español,
que me traje de recuerdo.
El siguiente destino, algo más difícil de encontrar, fue el Gamle Bergen Museum, fundado en 1934: una especie de santuario para aquellos edificios en Bergen que habrían sido demolidos en las décadas de los 50, 60 o 70. Historia viva convertida en el único museo al aire libre del país, una ventana al pasado para presenciar con recreaciones las costumbres y vida cotidiana de las familias y trabajadores de prósperos comerciantes, funcionarios del Gobierno, patrones, artesanos y marineros que vivían en estos edificios.
Al igual que en Williamsburg, la gente estaba allí con su traje de época, desempeñando su papel y hablando con los escasos turistas como si fuesen meros invitados o forasteros interesantes. Aparte de servidor, había otros dos escandinavos y tres brasileños. Al estar alejado del centro, creo que la gente descartaba este museo, pero a mí me pareció el más entretenido de todos en los que estuve. Allí permanecen la familia de funcionarios Regens, de 1826, el mercader Helland y su familia, de 1886, o el tendero Skauge, que vende los mismos productos que la gente de Bergen podía comprar en 1926.
Lo
malo de los museos en Noruega es que tienen unos horarios demasiado
limitados, lo cual te impide recorrerlos con calma, por mucho que
madrugues. Los hay que no abren hasta las 11, y la mayoría cierra a las
16 o incluso antes. De aquí me tuve que largar pitando y coger un
autobús para ir al museo de Bryggen, bastante soso de todas maneras. Ya
no quedaba tiempo, por ejemplo, para el museo de la lepra, en el
hospital de St. Jorgens. ¡Mira que hay museos para todos los gustos!
Bien,
pues como la opción de los museos ya no daba más de sí, opté por subir
al funicular Fløibanen, desde donde había unas bellas vistas de Bergen.
Teniendo en cuenta que es la ciudad más lluviosa de Europa, o eso dicen,
¡este era un día para enmarcar!
Como
todavía me sobraba tiempo, decidí pasear por las numerosas rutas que
había por Fløyen, en busca de lugares fotogénicos. En el lago
Skomakerdiket se puede incluso navegar en las piraguas que amablemente
se ofrecen de forma gratuita, pero llegaba tarde: solo estaban
disponibles hasta mediados de agosto.
Al
final acabé encontrando el sitio perfecto, Fløyvarden. Era tan idóneo
que hasta había un cilindro de piedra con la ubicación perfecta para
colocar mi cámara. Un día soleado, naturaleza, senderismo y aire puro.
Esto último es la esencia de Noruega, o al menos una buena razón para
visitarla.
Cuando
volví a donde estaba el funicular para hacer algunas fotos, me encontré
de nuevo con Félix, el alemán con el que había compartido habitación la
primera noche. Ya lo había cruzado en un paso de cebra de la ciudad
unas horas antes, así que decidí abordarle y hablar un rato con él.
Recuerdo que me dijo:
—¡Hombre, Santiago! ¿Qué tal?
—Santiago no sé, ¡pero Servando está divinamente!
Me
dirigí al hotel para ir bien cenado antes de emprender el camino a la
estación de autobuses. Había comprado pasta por la mañana y me comí la
mitad del paquete, dejando la otra mitad para cinco horas después. Con
el rotulador que había en la cocina dejé bien marcadas mis humildes
pertenencias, escribiendo SERVANDO tres veces, pero eso no fue
impedimento para que algún malnacido, agarrado, rácano, miserable y
cutre hiciese caso omiso del claro aviso y se zampara mis espaguetis sin
ningún tipo de remilgo. ¡Espero que no fuera esa vaca apestosa de mi
cuarto! En cualquier caso, cogí un plato de cartón que había por allí y
le mandé mis mejores deseos: esperando que se le indigestasen esos
espaguetis lo máximo posible, porque hace falta ser bien Gilito. ¡Si al
menos fuese caviar!
Así
que dediqué los minutos restantes a preparar un buen paquete de
sándwiches y comerme ya alguno como cena. Algo me decía que mi futura
compañera de viaje iba a optar por este enfoque durante nuestro periplo
juntos, y no me equivocaba.
Llegué
a la estación con algo de adelanto, por esto de que no me hacía ninguna
gracia perder el bus. Habíamos quedado a las 20:15-20:30 y llegué a y
10. Linda llegó a y 35, pero solo para decirme que quería confirmar si
estaba allí y que iba a por la mochila. ¡Qué sangre fría! La parada en
la que quedamos era la G, pero el bus salía desde la parada O. La chica
tardó un buen rato en recoger su mochila y cuando el reloj marcó las
20:45, salí disparado hacia la parada, porque en realidad pensaba que
salía a las 20:50. Cuando volví a la parada G, allí estaba buscándome.
Al final el bus salía a las 20:55.
Ya
estábamos tranquilitos en nuestro bus. Durante la primera parte del
trayecto hablamos sin parar, hasta que una anciana nos miró y nos hizo
un gesto pidiendo que cerrásemos el pico, que quería dormir a vella. Y
en esto reparo en que seguramente, entre los demás pasajeros, haya
alguno que se dirigiese también al mismo hotel que nosotros, desde el
que iniciar el ascenso al Trolltunga. Pues sí, una pareja de
neoyorquinos. Les digo que, como vamos al mismo hotel, podemos ir
juntos, por si queda lejos de la parada, y me dicen.
—Queda a dos kilómetros de la estación, pero algo se nos ocurrirá.
La primera en la frente. Yo había leído que la parada estaba delante del hostal. Y luego añadió:
—Por cierto, ¿habéis llamado para avisar de que llegáis tarde? Porque no hay nadie en recepción después de las once de la noche.
—¿Comorrrrrr?
¡Maldición!
En ningún lugar había leído ningún aviso al respecto. ¡Y quedaba una
hora escasa para las 23:00! Ni siquiera tenía el número. Urg, se lo pedí
a él, pero su móvil estaba a punto de fenecer por falta de batería.
¡Puñeteros Apple! Afortunadamente me lo pudo dar, pero claro, yo no
podía llamar con mi teléfono, porque no me funcionaba en Noruega.
¡Rayos! Había que recurrir a medidas más desesperadas. Escogí a una
víctima del bus, un chaval joven, para pedirle que me dejara usar su
teléfono, y accedió... ¡pero no tenía cobertura! No había forma de
llamar desde allí. Esperamos a que parase en el siguiente pueblo... ¡y
el muy mamón seguía sin tener cobertura! El tiempo corría en nuestra
contra... Cuando el bus se montó en el ferry, ya solo quedaban
quince minutos. ¿Qué hacer? El conductor desapareció y apagó el autobús.
Yo me bajé y fui a preguntarle al encargado del ferry si tenía un puñetero móvil en el maldito transbordador, y me dijo:
—Aquí no hay ninguno. Pero pregúntale al conductor. El bus debería tener un teléfono.
—¡Argh! ¿Pero dónde está ese desgraciado ahora?
¿Tendría
pipí? Yo pensaba que se había metido en el excusado, y miré si estaba
en las zonas comunes y el resto de lugares accesibles. ¡Nada! Y en esto
Linda entró en acción, se metió directamente por la puerta que había
atravesado el conductor, pasase lo que pasase. Yo ya me había fijado en
un aparato que había en el bus, que suponía que era el teléfono, pero
necesitaba el permiso del otro. Perseguí a Linda, que ya se encontraba
en una habitación donde el conductor se estaba relajando, tomando algo y
viendo la tele. Al parecer llamó a la puerta al grito de ¡ESTO ES UNA
EMERGENCIA! y le preguntó si podíamos utilizar el teléfono. Nos quedaban
cinco minutos, así que en cuanto vi como asentía, bajé las escaleras
raudo cual centella y prácticamente subí al autobús atravesando de un
salto el cristal del lado del conductor.
—UAAAAARGG.
Llamé al hostal y arreglé el entuerto. Me despedí con un:
—Gracias, hasta luego.
La respuesta lacónica (con grelos) fue la siguiente:
—No, hasta mañana, más bien.
Nos
dejaron la puerta de la habitación abierta, así como la del hostal, y a
nuestros amigos neoyorquinos les dejaron la llave debajo de una maceta.
Al final tenía yo razón y el bus se quedaba primero en la estación a 2
km, pero luego los que queríamos ir al hotel esperábamos en dicho bus y
nos llevaban hasta justo enfrente.
Nos
fuimos a dormir y al día siguiente, cuando buscábamos un taxi para ir
hasta el punto donde comenzaba la ascensión, coincidimos de nuevo con
los estadounidenses. No teníamos pensado ir con ellos, puesto que iban a
empezar antes, pero se les debieron de pegar las sábanas y acabamos
yendo juntos.
El comienzo no era muy alentador para aquellos que se rinden a la primera.
Al final daban ganas, efectivamente, de ponerse los pantalones cortos y quitarse todas las capas de ropa posibles. El día era espectacular.
Cuando coronamos la vía, Marius, un alemán, se unió a nuestra expedición. Disfrutamos de 12 maravillosas horas de trayecto, 11 kilómetros de ida y 11 de vuelta, con unas vistas inmejorables del lago Ringedalsvatnet. Las imágenes hablan por sí solas.
Al cabo de unas horas llegamos a la lengua del Troll. Si el paisaje que ves durante el camino ya te abruma, la escena desde el Trolltunga es para quedarte casi sin respiro.
Un lugar tan particular y bello merecía ser conquistado, tanto solo como en compañía.
Todavía quedaba nieve en la montaña, así que jugueteamos un poco con ella y después emprendimos el camino de regreso. Se hace mejor, pero es quizá más pesado por el hecho de no tener el Trolltunga como destino anhelado al final del camino.
Marius fue muy amable, ya que nos llevó de vuelta al hostal. Él viajaba con su madre en caravana y tenía espacio de sobra, así que fue un golpe de suerte. Al llegar al hotel no me importó pagar 65 coronas por una cerveza que me supo a gloria, lo mismo que a nuestros amigos de Nueva York.
A la mañana siguiente cogimos el bus de Odda a Voss, que efectuaba paradas en hoteles a los que el propio Chiquito demandaría por plagio. En Voss cogimos otro bus a Flåm, donde se multiplicó por 400 el número de turistas.
El recorrido en bus ya había sido precioso, y navegar por el fiordo de Sogn fue una bellísima experiencia. ¡Sobre todo porque el tiempo seguía acompañando! Si bien es el tercero del mundo en longitud (detrás del de Scoreby Sund en Groenlandia y el canadiense Greely), en realidad se puede considerar el más largo de los que no se congelan.
Son nada más y nada menos que 205 kilómetros. Si bien los reconocidos por la UNESCO como patrimonio mundial son los de Geiranger y Nærøy, este no tiene nada que envidiarles.
Nuestra guía (checa) nos preguntó si había alguien dispuesto a darse un chapuzón en una poza que había, después de haber subido a ver una cascada. Por supuesto, nadie tenía ganas. ¡Y yo menos!
Fueron cuatro horas en total. Una vez acabada la excursión, cogimos el Flamsbana, supuestamente el trayecto en tren más bello del mundo, pero claro, ¡eso es mucho decir! La última parada era el Kjosfossen, una cascada con un salto de 93 metros.
Cambiamos en Myrdal y de ahí a Bergen. Linda y yo nos despedimos en la estación. La mañana siguiente, antes de coger el avión a Trondheim, la dediqué a recorrer una parte de Bergen quizá no tan conocida, pero que se prestaba mucho a ser inmortalizada. Esta zona estaba cerca de donde se encontraba la primera parada del funicular. Había oído que se podía llegar hasta arriba sin necesidad de cogerlo y decidí probar.
Una vez arriba, volví a bajar y, como me quedaba algo de tiempo todavía, fui a un museo gratuito, el de la fortaleza de Bergen (Bergenhus Festningsmuseum).
En sus varias plantas había información interesantísima sobre el papel de las mujeres en la historia de Noruega o la resistencia Noruega en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en la foto de arriba tenemos una ENIGMA, la máquina encriptadora utilizada por los nazis (sobre todo) desde 1930. En la foto de abajo vemos un sillón ubicado en el edificio de la Gestapo en Bergen. Fue utilizado en interrogatorios.
Ya solo quedaba Trondheim. Para abreviar un poco, en esta ciudad escogí Airbnb y me quedé en casa de May. Aparte de esta mujer noruega, en la casa también había un gato simpático y un pastor alemán muy juguetón. Aquí aproveché para lavar la ropa, antes de emprender el viaje islandés.
El primer día no había tiempo para mucho: fui al supermercado para comprar algo de comida para cocinar, y me di cuenta de que era demasiado tarde para comprar alcohol. Según parece, no se puede comprar alcohol después de las 18:00. ¡Esta barrera es infranqueable!
Esa noche hablé con May largo y tendido sobre todo tipo de temas relativos a Noruega. Era uno de los objetivos del viaje: hablar sin tapujos sobre política, la tragedia de Breivik... Hablamos también de religión y nuestras convicciones ateas (o ateósticas, en mi caso). Se daba la casualidad de que era su cumpleaños y me ofreció una birra. ¡Todo un lujo en Noruega!
El día siguiente lo tenía entero para Trondheim y pateé todo lo que pude. Primero el Ladestien.
Después el acogedor barrio de Bakklandet, con sus cafeterías y su pinta alternativa.
La catedral de Nidaros. Y después me di un homenaje yendo al restaurante que me había recomendado May: To Rom og Kjøkken.
De primero, una deliciosa tártara de salmón con otros muchos ingredientes.
Y de segundo, ¡reno! Con coles de Bruselas, setas, arándanos rojos y salsa de porcini.
Después cogí el tranvía para dedicar el resto de la tarde a Bymarka, otra buena zona para pasear.
Creo que tuve mucha suerte con el tiempo, pero este viaje me pareció hecho a medida para todos aquellos que disfrutan como enanos de esa sensación que le invade a uno cuando camina embobado mirando a su alrededor y se dibuja en su rostro una sonrisa bobalicona: es la respuesta inconsciente de un cerebro que recibe todo tipo de estímulos que la conjunción del paisaje y el entorno despierta en él. Uno parece querer caminar sin descanso por parajes de colores intensos, rocas prístinas, aguas cristalinas donde el cielo se refleja en una copia perfecta... o tumbarse a la vera de un árbol para grabar a fuego lento en su memoria esa beldad perecedera, para convertirla en un recuerdo perpetuo.