A principios de este año leí The Disappearing Spoon, un libro sobre la historia de la tabla de los elementos y la inmensa retahíla de historias y vidas asociadas a ellos.
Después de leerlo, uno se sorprende por la competencia feroz que llegaba a despertar el afán por descubrir un nuevo elemento, dejando por el camino muchas falsas alarmas, traiciones u homenajes en la nomenclatura.
Entre los muchos genios que aparecen mencionados se encuentra Linus Pauling, especialmente venerado por el autor, y cuyo nombre sirvió de inspiración a los padres de Linus Torvalds (creador de Linux). Es muy interesante sobre todo la historia del descubrimiento del ADN, que se atribuye a Watson y Crick. Lo cierto es que Pauling estaba muy cerca de conseguirlo, pero trabajaba con algunos datos erróneos y carecía de las imágenes que Rosalind Franklin había obtenido en Inglaterra. Imágenes de las que sí disponían Watson y Crick, que resultaron a la postre decisivas para el descubrimiento. Si Pauling hubiese dispuesto de ellas, otro gallo habría cantado.
Precisamente la labor en la sombra de muchas mujeres científicas es otro de los temas recurrentes del libro, y realmente algo de lo que, a buen seguro, se habrá escrito algún libro. Además de la bella historia entre Pierre Currie y Marie Curie, me viene a la memoria otra historia un pelín más triste, la de Otto Hahn y Lise Meitner. El primero obtuvo el Nobel de Física por su descubrimiento de la fisión nuclear, aunque muchos piensan que debería haberlo compartido con ella.
También es harto interesante el capítulo 9, dedicado a los elementos más letales. El sodio o el potasio puro están entre ellos. Si los ingirieses, explotarían al entrar en contacto con cada una de tus células, porque reaccionan con el agua. Pero eso no pasa porque son tan reactivos que es difícil encontrarlos en estado puro. Hay otros muchos elementos peligrosos, como el polonio con el que envenenaron a Alexander Litvinenko, pero el talio se lleva la palma. Y el polonio también tiene su intríngulis, porque fue descubierto por Marie Curie, que le confirió ese nombre en honor a su Polonia natal. ¿Pero no era francesa? Pues no, en realidad era rusa, porque Polonia no existía por aquel momento, pero luego adquirió la nacionalidad francesa. Pero la nacionalidad que se le otorga actualmente no podía ser otra que la polaca, por el amor a su patria y su lucha por la causa independentista.
Después de leerlo, uno se sorprende por la competencia feroz que llegaba a despertar el afán por descubrir un nuevo elemento, dejando por el camino muchas falsas alarmas, traiciones u homenajes en la nomenclatura.
Entre los muchos genios que aparecen mencionados se encuentra Linus Pauling, especialmente venerado por el autor, y cuyo nombre sirvió de inspiración a los padres de Linus Torvalds (creador de Linux). Es muy interesante sobre todo la historia del descubrimiento del ADN, que se atribuye a Watson y Crick. Lo cierto es que Pauling estaba muy cerca de conseguirlo, pero trabajaba con algunos datos erróneos y carecía de las imágenes que Rosalind Franklin había obtenido en Inglaterra. Imágenes de las que sí disponían Watson y Crick, que resultaron a la postre decisivas para el descubrimiento. Si Pauling hubiese dispuesto de ellas, otro gallo habría cantado.
Precisamente la labor en la sombra de muchas mujeres científicas es otro de los temas recurrentes del libro, y realmente algo de lo que, a buen seguro, se habrá escrito algún libro. Además de la bella historia entre Pierre Currie y Marie Curie, me viene a la memoria otra historia un pelín más triste, la de Otto Hahn y Lise Meitner. El primero obtuvo el Nobel de Física por su descubrimiento de la fisión nuclear, aunque muchos piensan que debería haberlo compartido con ella.
También es harto interesante el capítulo 9, dedicado a los elementos más letales. El sodio o el potasio puro están entre ellos. Si los ingirieses, explotarían al entrar en contacto con cada una de tus células, porque reaccionan con el agua. Pero eso no pasa porque son tan reactivos que es difícil encontrarlos en estado puro. Hay otros muchos elementos peligrosos, como el polonio con el que envenenaron a Alexander Litvinenko, pero el talio se lleva la palma. Y el polonio también tiene su intríngulis, porque fue descubierto por Marie Curie, que le confirió ese nombre en honor a su Polonia natal. ¿Pero no era francesa? Pues no, en realidad era rusa, porque Polonia no existía por aquel momento, pero luego adquirió la nacionalidad francesa. Pero la nacionalidad que se le otorga actualmente no podía ser otra que la polaca, por el amor a su patria y su lucha por la causa independentista.
Otros apuntes:
El Nobel Gerhard Domagk creo el primer antibiótico para salvar a su hija arriesgando al máximo, porque su medicamento era experimental. Lo mismo de Louis Pasteur cuando curó la rabia de un niño con un medicamento que solo se había probado en animales.
Cualquiera que derramase la más mínima gota de telurio sobre sí mismo apestaría durante semanas, y la gente sería capaz de saber que esa persona habría estado en una habitación incluso horas después.
Hay muchos otros datos interesantes, pero estos son los que he ido apuntando y me había dejado en el tintero electrónico hasta ahora.
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