En Perú, tarde o temprano, para
desplazarse por el sur es casi inevitable tener que recurrir a los buses nocturnos.
A no ser que quieras hacer unas cuantas paradas en la denominada ruta del sol,
llega un momento en donde hay que aprovechar una noche para cubrir las 8 o 9
horas de viaje y así poder seguir con tu recorrido turístico a la llegada del
alba. Pese a que Pabliño era algo reticente a estos viajes nocturnos, al final
resultó una experiencia positiva, dentro de lo que cabe, por la comodidad que
ofrecen los buses de Cruz del Sur.
Él prefirió optar por la opción cara y
cómoda del piso de abajo y yo, fiel a mis principios gitanos en cuanto a gastos
relativos a mi persona, me contenté con la opción más económica en el piso de
arriba. Por una parte, no soy de los que necesitan dormir 8 horas (sin ir más
lejos, hoy he debido de dormir 5 o 6 y ayer otro tanto), y por otra me
interesaba aprovechar la ocasión para charlar algo con algún pasajero o
contemplar mejor el paisaje. Tenía el primer asiento del piso superior, así que
estaba en el lugar indicado. En las postrimerías del viaje entablé conversación
con una polaca que estaba viajando por el país por su cuenta. No son pocos los
que invierten unos cuantos meses en viajes por varios países sudamericanos, y
tampoco es inusual encontrarse con viajeras en solitario.
La cuestión es que el viaje transcurrió
más o menos sin pena ni gloria, pero nada más llegar a Arequipa llegó uno de
los momentos más penosos del viaje. No sé si sería por tomar el jugo de durazno
y el cruasán que regalaba Cruz del Sur para el viaje (no me gusta tirar la
comida), pero de repente mis riñones e intestinos parecían estar a punto de
explotar. La acumulación de gases y excrementos a las puertas de mi esfínter de
tamaña densidad que me obligaba a caminar con pasitos al estilo de la pantera
rosa, poniendo caras que me recordaban a Millán, de Martes y 13, en sus mejores
momentos. Cuando llegamos a la estación, la necesidad imperiosa de evacuar
alcanzó límites insospechados y me dirigí al baño caminando como Chiquito de la
Calzada y entonando aquello de «Ese caballo que viene de Bonaaansaa». La señora
del baño, con su gesto lánguido e indiferente, no alcanzaba a tener la
perspicacia suficiente para percibir la urgencia de la situación y me ofreció
la dosis estándar de papel higiénico. El cuerpo es muy cabrón y sabe que está
cerca de su meta, así que esos últimos segundos se hicieron críticos: cuando
por fin abrí las compuertas traseras, tenía la sensación de que el retroimpulso
de la explosión iba a ser tan mayúsculo que sería capaz de proyectarme por
encima de la puerta, pero clavé las uñas en las paredes para mayor seguridad.
Si pensaba que había cantado victoria,
estaba equivocado. Recuerdo el trayecto en taxi hasta el hotel fue un suplicio.
El día era perfecto y la conversación con el taxista, agradable. Pero lo único
en lo que podía pensar era en una nueva deposición reconfortante. Y fue lo
primero que hice al llegar al hostal, que por cierto recomiendo. Se llama La
Casa de los Pingüinos. Después de tomar un Fortasec, nos pusimos a planear el
itinerario. Lo mejor de todo es que el Fortasec surtió efecto de forma
inmediata y pude continuar el viaje hasta que una nueva indisposición me atacó
justo el día del Machu Picchu. Pero esto es ley de vida en esta clase de
viajes, ¡qué se le va a hacer!
El primer día lo dedicamos a recorrer la
ciudad, saboreándola y tomándolo con calma después del viajecito. Suponía una
buena oportunidad para dedicar cierto tiempo a traducciones y estudios. En ese
día decidimos el plan de los días que pasaríamos en Arequipa. El día siguiente
saldríamos a las 8 de la ciudad para hacer un descenso en bicicleta por el
valle que rodea al volcán del Chachani. Al acabar el descenso y volver a
Arequipa, tocaba subirse en el bus turístico para recorrer los lugares más
emblemáticos de la ciudad y alrededores, mientras que los dos días siguientes
estarían dedicados al valle del Colca.
Después de una travesía más larga de lo
esperado, llegamos al punto de control más alto que permitía el ascenso al
volcán. Si bien no experimenté grandes problemas en todo el viaje por lo que
respecta al soroche o mal de altura (gracias en gran parte a haber ido
aclimatándose poco a poco a la temperatura por las características de nuestro
itinerario), al bajar de la furgoneta esta fue la única vez que realmente sentí
cierto mareíllo y la falta palpable de aire. No en vano nos hallábamos a una
altitud de aproximadamente 4800 metros, comparable a la del pico más alto de
Europa, el Mont Blanc.
Durante la ascensión pudimos ver algunas
vicuñas en estado salvaje y una planta que me llamó mucho la atención: la
llareta. Con esos colores y formas, os podéis imaginar cómo destacaba sobre el
árido paisaje que nos rodeaba. Con el Chachani a nuestra derecha y el monte
Misti a nuestra izquierda, en ocasiones no podíamos reprimir las ganas de
inmortalizar tan sobrecogedor entorno. Mi devoción irremediable por los vídeos,
esenciales para hilvanar recuerdos de los momentos más especiales, me llevó a
grabar nada más iniciar el descenso. Me las prometía muy felices, pero no fue
nada sencillo debido a la inestabilidad que provocaba manejar la bici con una
sola mano (no llevo una cámara GoPro ni nada parecido, voy a pelo) y lo
pedregoso que se volvía el recorrido en ocasiones. De hecho, estuve a punto de
besar el suelo y morder el polvo (literalmente) un par de veces. Lo mejor de
todo es que hay constancia en esos vídeos de esos momentos críticos. A medida
que acumulábamos kilómetros de experiencia (son unos 50 kilómetros, nada más y
nada menos), Pablo también decidió probar suerte con esto de los vídeos. Todo
iba estupendamente hasta que, en un derroche de amabilidad y exceso de
confianza, saludó a un honrado peruano que se hallaba por esos lares con la
mano y perdió por completo el equilibrio, con lo cual se pegó un batacazo de
padre y muy señor mío. Pero no hay mal que por bien no venga: ¡ahora tenemos el
porrazo grabado en vídeo!
Después del descenso volvimos a Arequipa
para enlazar directamente con el bus turístico que nos llevó a diversos puntos
de la ciudad: entre otros, el molino de Sabandía, la mansión del fundador de la
ciudad (Manuel Garcí de Carbajal) o el mirador de Yanahuara. En otro mirador,
el de Carmen Alto, se encontraba una estatua del ekeko, dios andino de la
abundancia, fertilidad y alegría. Dicen que frotarlo trae buena suerte, aunque
si en tu caso estás buscando pareja lo que le tienes que ofrecer es un gallito.
Si, por otra parte, dejarle un cigarrillo y que este se consuma por completo es
un buen augurio; si no llega siquiera a consumirse hasta la mitad, es una señal
de mal agüero. A la derecha de la foto se puede ver parte del Misti ('amo,
señor'), un volcán activo, y a la izquierda las cumbres nevadas del Chachani
('mujer vestida de blanco'), más alto que el Misti, ya que supera los 6000
metros. Otra de las visitas interesantes fue la fábrica y zoológico de Incalpaca: no por los conocimientos adquiridos (o repasados) sobre alpacas, vicuñas, guanacos y llamas, sino por un vídeo de primera en toda regla que conservo con mimo, grabado por Pablo: en él una turista imprudente se acerca demasiado al guanaco y lo provoca hasta el punto de cubrirse de gloria... bueno, en realidad más bien de saliva camélida. Pero lo mejor sin duda es la reacción posterior del guanaco, que se parte la caja a la vista de esta escena tan jocosa. La pregunta es: ¿cuántas veces sucederá esto mismo cada día? Para el guanaco, por lo menos, la chanza no parece haber perdido ni un ápice de hilaridad.
Pero uno de los dos platos fuertes
llegaría al día siguiente, cuando nos embarcamos en una excursión de dos días
al cañón del Colca. El paquete completo de mountain bike + bus turístico + tour
del Colca con comida incluida el último día + bus a Puno nos salió por poco más
de 300 soles por barba, que considero un precio justo. Está claro que en todos
los sitios tienes que hacer el amago de irte, o realmente irte y volver para
conseguir un buen precio. Es un destino turístico tan manido que resulta bastante sencillo contratar un tour el día anterior para dos o tres días. Lo menos positivo es que tocaba levantarse a las tres de la mañana, ¡pero el esfuerzo merecía la pena!
Después de unas horas de viaje y un opíparo desayuno en Chivas, llegamos al mirador de la Cruz del Cóndor con la ilusión de ver a algún ejemplar de estas aves tan majestuosas que tuviese la bondad, decencia y deferencia para con los ilusos turistas de hacer al menos acto de presencia, ¡siquiera unos segundillos! Pero, según parece, a esos malditos pajarracos no les placen en demasía los garbeos matutinos a partir de cierta hora (hay que ir muy temprano), por lo que nuestra excursión comenzó con el marcador de avistamientos a cero.
El sol apretaba bastante, pero nos rodeaba el segundo cañón más profundo del mundo, después del Cotahuasi, aunque los estudios de Andrew Pietowski afirman lo contrario, y unas vistas impresionantes del valle, con los pueblos de Tapay, Cosñinhua, Malata y San Juan de Chuccho al otro lado del río Colca (Cabanaconde a este lado). Y ya que he mencionado este río conviene recordar que su nombre cambia a medida que avanza su recorrido. Una vez superado el cañón recibe el nombre de Majes y, antes de desembocar en el océano Pacífico, pasa a denominarse río Camaná. Y no acaba ahí la cosa por lo que a ríos respecta: un hecho muy interesante es que durante nuestro recorrido se alza imponente ante nosotros el Mismi, una montaña de 5597 m de altura que resulta de gran relevancia porque aquí es donde nace el río Amazonas, aunque nuestra guía nos decía que era en una vertiente del Queuisha.
El sol apretaba, pero proseguimos nuestro camino durante no pocas horas hasta alcanzar el fondo del valle. Ahí los más valientes, para combatir el calor, se bañaron en las aguas del río. Servidor optó por aprovechar la brisa reconfortante que soplaba a la sombra de uno de los extremos del puente, más que nada porque lo del baño quedaba reservado para nuestra llegada al oasis. En este puente cambiamos de guía y de la chica sin aparente "licencia de guía" pasamos a Hans, otro chico jovencito que se encargaría posteriormente de explicarnos las diferencias entre los kollawas y los cabanas.
En algunas partes el sendero se hacía bastante angosto (más que en la foto de arriba) y no apto para gente con vértigo, como mi acompañante. Pero en esos casos no quedaba más remedio que hacer de tripas corazón, pensando en ese oasis que nos esperaba como objetivo. En nuestra pausa para la comida sucedió algo bastante curioso: había una avispa sobrevolando la zona y, en un intento de aturdirla, la chica galesa despejó a córner al pobre insecto, entendiendo como córner la boca de su novio. Sí, amigos, le hizo comer a la avispa sin patatas y esta, antes de penetrar en esófago ajeno, dejó como legado su preciado aguijón en un sitio tan inaudito como puñetero: la parte inferior de la lengua. La anécdota resultaba difícil de creer, pero al final logró extraer el susodicho aguijón y nos lo mostró: ¡qué alivio!
Nuestro viaje prosiguió y durante el recorrido hicimos algunas paradas para observar la vegetación de la zona y algunos lugares concretos. En uno de esos recesos observamos ejemplares de cochinilla, un parásito que puede encontrar en las pencas de nopal. Tiene la particularidad de proporcionar un color carmín característico al aplastarlo. Por eso los pueblos nativos lo utilizaban como tinte desde hace más de 2000 años, pero la aparición de los tintes sintéticos redujo drásticamente su utilidad.
Caía la tarde y nos acercábamos ya al oasis de Sangalle cuando los vimos aparecer.
Justo en el momento menos esperado, un cóndor cruzó el valle de un extremo a otro. Por desgracia estábamos ya muy abajo y quedaba bastante lejos, pero al menos no nos fuimos sin poder contemplar a algunos ejemplares de estas aves. Hay muchos datos curiosos sobre los cóndores andinos:
- es la especie de ave más longeva que se conoce, hasta la fecha, puesto que un ejemplar, Thaao, llegó a vivir 79 años.
- por lo que nos contaron, son aves monógamas que pueden permanecer junto a su pareja durante toda su vida, y que de hecho llegan a suicidarse si esta muere, bien precipitándose desde miles de metros de altura o bien yaciendo en una cueva. Ahora bien, también he oído que hacen lo propio cuando se ven demasiado viejos e incapaces de capturar presas para sobrevivir.
Nada más llegar al pequeño pero resultón oasis de Sangalle se imponía un buen baño reconfortante en la pequeña piscina que había allí, algunos acompañados incluso de su cervecilla, a temperatura ambiente por la falta de electricidad. Después de un rato llegó la hora de la cena y la conversación con el resto de los integrantes del grupo. Pero para mí la mejor parte de toda la excursión al valle del Colca fue el lugar privilegiado del que disponía para contemplar uno de los espectáculos más maravillosos que existen: el firmamento sin contaminación lumínica. Cuando todos estaban ya durmiendo, a mí me resultaba harto difícil conciliar el sueño: yacía sobre la hierba del oasis y contemplaba extasiado la sucesión de estrellas fugaces que no parecía tener fin. Desde la noche que pasé cerca del monte Fuji no había dispuesto de una ocasión tan propicia para este espectáculo y solamente me pudo levantar el frío y la necesidad de descanso para acometerla jornada que nos esperaba al día siguiente, con la diana a las cinco de la mañana.
La subida fue más dura de lo esperado. Empecé rezagado y al principio iba con las dos chicas estadounidenses en la parte de atrás, porque la chica de San Francisco se había encontrado bastante indispuesta durante la jornada del día anterior, vomitonas incluidas. Pero como veía que subían a su ritmo y no parecían tener problemas, aceleré y proseguí la subida con un gallego de Villagarcía de Arosa, también de nuestro grupo. Se agradecía sobremanera que el sol no incidiese todavía sobre esa cara del cañón y al final pudimos alcanzar la cima para avituallarnos con algún plátano y agua. Había perdido el contacto con Pablo y llevaba alguna botella que no había utilizado, así que en cuanto coroné la montaña bajé a llevarle algo de agua y un platanete. Esta vez quien necesitaba una visita al señor Roca era más bien él. Pero estábamos tan contentos por superar la subida que lo celebramos haciendo lo que mejor se nos da: el gilipollas.
Después de este subidón (en ambos sentidos), comimos en un pueblo cercano y nos bañamos en unas termas. Para acceder a ellas había que atravesar un puente muy del estilo de Indiana Jones. En la foto no parece gran cosa, pero en el vídeo se aprecia mucho mejor cómo se mueve el condenado.
De nuevo algunos acompañaban el momento con alguna cerveza. Yo comencé bañándome directamente en el río que pasaba por allí: esta vez sí, porque iba en bañador. Recuerdo que Ramón, el gallego, parecía imperturbable con su cervecilla, pero Daniel, el barcelonés con acento madrileño, temblaba cada vez más hasta el punto de parecer un culé epiléptico viendo un Barça-Madrid en una silla eléctrica. Soportaba las temperaturas altas sin problemas, pero lo de las bajas lo llevaba mal.
Al viaje le quedan los dos últimos atractivos: el mirador de los Andes, a 4910 metros sobre el nivel del mar, desde el que contemplábamos un sinnúmero de apachetas, montículos de piedras apiladas en forma de cono, como ofrenda a los dioses por parte de los pueblos indígenas andinos. Desde aquí podíamos observar varios volcanes: el Ampato (inactivo), el Sabancaya (el más activo, según parece), el ya mencionado Chachani y el Hualca Hualca.
Aunque tendríamos suficiente durante otras fases del viaje, de camino a este mirador también pudimos acercarnos sin problemas a alpacas y vicuñas salvajes para tomar algunas fotografías.
El recorrido del valle del Colca me causó una muy grata impresión, por la experiencia del senderismo tanto en el descenso como en el duro ascenso posterior, las vistas diurnas de tanto el valle como el cañón y las vistas nocturnas del firmamento, la agradable compañía... Creo que los tours dentro de un viaje suelen resultar una experiencia agradable si se comparten con personas de la misma generación o al menos con otra gente afable y con ganas de relacionarse. Para el último día habíamos dejado la visita al monasterio de Santa Catalina. Los estudios parecían impedir a Pablo unirse a la excursión, pero al final cambió de parecer y me alegro de que lo hiciera, porque, tal y como me habían dicho, Santa Catalina es una visita imprescindible.
Claustro de los naranjos.
Debido a las horas que he invertido ya en este artículo, no puedo explayarme tanto como me gustaría, y de hecho la mejor forma de comentar las maravillas de Santa Catalina (erigido en 1579, 39 años después del redescubrimiento de Arequipa y la fundación de la ciudad por parte de los españoles) es reproducir el vídeo que grabó Pablete recorriendo su interior. Una idea estupenda y que siempre apoya alguien como yo, tan amigo de los vídeos para inmortalizar momentos especiales de los viajes.
Tuvimos la afortunada idea de ir temprano por la mañana y, aunque pensábamos que ya iba a estar copado, lo cierto es que no había casi nadie todavía recorriendo este precioso monasterio. Sin embargo, al término de nuestra visita las hordas de turistas jubilados (en especial) empezaban ya a invadir en masa las instalaciones. Las fotos se tomaron antes y apenas hay gente; el vídeo se hizo al final y se nota la diferencia en el número de visitantes.
No me extraña que lo consideren una especie de paraíso para fotógrafos. Las calles de nombres españoles y las tonalidades de rojo, azul y blanco lo dotan de un aspecto pintoresco y único en su género. Pese a que el precio es más bien occidental, merece la pena hacer una breve pausa durante el recorrido para probar el delicioso queso helado que hacen las monjas, aunque la torta de zanahoria tampoco le vaya a la zaga. Ambos platos son manjares para el paladar, y el monasterio en sí es una delicia para la vista... y para todos los sentidos.
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