domingo, 22 de junio de 2014

Crónica provenzal

Este puente de mayo Diego y yo aprovechamos la ocasión para marcarnos uno de esos viajes que tanto nos gustan, pateando localidades desconocidas hasta el momento, degustando la gastronomía local y aprovechando la ocasión para gorronear algo de los lugareños. Esta vez, sin embargo, rechazamos la generosa oferta de gorronear un sofá en plan couchsurfers y nos conformamos con una velada entrañable en compañía de Satoko, Benoit y su hija Tsubaki.

Diego tenía en mente visitar la Fontana Rosa, el jardín creado por Vicente Blasco Ibáñez en Mentón, la ciudad donde falleció y donde nos atracaron a Carba, Crende y servidor en ese interraíl de 2003. Pero yo, ni corto ni perezoso, saboteé sin miramientos su propósito, a falta de otras cosas que ver en Mentón y alrededores (San Remo podría ser una de ellas). Como, además, surgió la posibilidad de hacerle una visita a Satoko, diseñamos al alimón un itinerario por la región de la Provenza francesa. 




El 30 de mayo me planté en Vigo con mi cochecito leré y Diego tomó el relevo para ir hasta Oporto, desde donde cogeríamos el avión con destino a Marsella, no sin antes parar en Valença do Minho para coger unas cuantas botellas de ese vino sabrosón llamado Porta dos Cavaleiros. 

Ryanair vuela al aeropuerto de Provenza, y desde ahí hay varias opciones para llegar a Marsella. Nosotros optamos por coger el autobús gratuito a la estación de Vitrolles y desde ahí el tren a la estación de Saint Charles de Marsella: el Newhotel en el que nos alojábamos quedaba muy cerca de dicha estación (a tan solo una parada). De hecho, el día siguiente era un tal 1 de mayo y, como el metro no funcionaba, nos dirigimos a la estación a pie tan ricamente. Todo gracias a la energía que nos proporcionó el opíparo desayuno: barras de pan con Nutella, mantequilla y una mermelada de Aviñón deliciosa, napolitanas, zumos, cafés... Nos lo habíamos tomado con tanta calma que salimos casi a las 12 del hotel y, sin comerlo ni beberlo (o sí), habíamos decidido descartar la comida para ese día, dado el brunch que nos habíamos metido entre pecho y espalda. Nuestra primera parada era Arlés.



El conjunto de monumentos romanos y románicos de Arlés son patrimonio de la humanidad desde 1981. Y hay nada menos que ocho para visitar. Pero hete aquí el pequeño problema de optar por viajar en tren y olvidarse de alquilar coche. Si llevas una mochila ligerita, como yo, no tendrás grandes problemas, pero Diego llevó su maleta de ruedas. En Japón podrías encontrar taquillas para dejar la maleta y explorar con libertad en cualquier estación, por pueblerina que sea. Pero en Francia hasta la consigna brilla por su ausencia cuando la estación no tiene una relevancia considerable. Así que inventamos un nuevo tipo de turismo; Diego ya está incluso pensando en publicar su guía Viajes sobre ruedas: los mejores itinerarios con tu maletita a rastras.



De esas ocho huellas del pasado, las que más destacaban (quizá por su mayor antigüedad, del siglo I a. C.) eran el circo (o anfiteatro), el teatro y los criptopórticos. El primero cerraba solo unos cuantos días al año, pero por desgracia el 1 de mayo se encontraba entre ellos. Esto acortaba considerablemente nuestra visita a Arlés.


Además de sus vestigios romanos, la ciudad debe parte de su fama al celebérrimo pintor Vincent Van Gogh, que la inmortalizó en varios de sus cuadros, como el Café La Nuit. Su presencia es tan notoria que hasta hay circuitos que recorren los lugares retratados, debidamente señalizados. No falta tampoco la mercadotecnia asociada, como servilletas o bandejas con las pinturas de Van Gogh donde Arlés cobra protagonismo.


Nos hubiera gustado disponer de más tiempo para verla, pero el intervalo de tiempo entre el tren que iba a llegar y el siguiente nos obligó a dar preferencia a Nimes en detrimento de Arlés.


Uno de los detalles omnipresentes en Nimes es la figura del cocodrilo y la palmera. A bote pronto ambos símbolos resultan completamente ajenos a una ciudad de la Provenza francesa, pero todo tiene una explicación:



Para comprender el origen del escudo de armas de la ciudad, es necesario desplazarse hasta Egipto. En el año 31 a. C., Octavio derrota en Actium a la flota de Antonio y Cleopatra. De esta forma se asegura el poder sobre el Imperio: así es cómo nace la figura de César Augusto. En una moneda acuñada en Nîmes para celebrar el acontecimiento, un cocodrilo encadenado a una palmera coronada de laureles simboliza al Egipto vencido. La inscripción «Col Nem», colonia de Nemausus, hace pensar que los legionarios victoriosos habrían recibido como gratificación tierras de Nimes. En realidad, Nimes no sería más que una simple fábrica de monedas. A lo largo de los siglos, los habitantes de Nîmes acaban por sentir aprecio por esas monedas que se encontraban por todas partes. En 1535, obtienen la autorización del rey Francisco I para adoptar la palmera y el cocodrilo como escudo de armas de la ciudad. Desde entonces, estos son el orgullo de sus habitantes. Rediseñados en 1986 por Philippe Starck, se encuentran omnipresentes por toda la ciudad, hasta en los clavos de bronce que puntúan los adoquines de su casco antiguo.



Por esta ciudad han pasado celtas, galorromanos, visigodos, musulmanes, carolingios... y dos gallegos con su rudimentario francés que se alojaron en un hostal muy cómodo para explorar la ciudad, justo al lado de la estación de tren. Nada más dejar las cosas se encaminaron al circo romano en la plaza que lleva su nombre y, ¿cuál sería su sorpresa?, este sí estaba abierto. Como no daba tiempo a verlo todo ese día, decidimos comprar una entrada conjunta para las otras dos visitas interesantes de la ciudad, para poder terminar nuestro recorrido al día siguiente.

Es una visita interesantísima donde uno puede aprender muchas cosas sobre la vida cotidiana de Nimes en tiempos romanos, desmitificar viejas concepciones y trasladarse por un momento a aquella época. Estamos ante una construcción casi bimilenaria y uno de los anfiteatros mejor conservados del mundo romano. Tenía un aforo de 20 000 espectadores, que presenciaban espectáculos tales como la caza o los combates de gladiadores. También es un reflejo de la sociedad romana, puesto que las gradas estaban ordenadas según la clase social: las más cercanas a la arena estaban reservadas para aquellos que ocupaban el escalafón más alto de la jerarquía, mientras que la plebe y los esclavos se conformaban con mirar desde un poco más lejos. La gente accedía a dichas gradas mediante un sistema de vomitorios, pasillos y escaleras muy novedoso por aquel entonces.

Había muchos tipos de gladiadores, y siempre se enfrentaban unos tipos determinado contra otros: por ejemplo, el adversario tradicional del reciario era el secutor, aunque luego surgió también posteriormente el scissor. El tracio, por su parte, se enfrentaba al murmillo, etc. Aquí es donde caen algunos de los mitos más famosos:

  • la famosa frase Ave, Caesar, morituri te salutant ('Ave, César, los que van a morir te saludan' o, en versión de Martes y 13: «Ave, César, los que van a morir, ¡que se jodan!») solo se pronunció una vez, y no en un combate entre gladiadores: la pronunciaron noxii (criminales destinados a morir en combate) en un espectáculo celebrado en el año 52 d. C. No hay constancia de otras ocasiones, y menos en combates de gladiadores. También da nombre a un cuadro de Jean-Léon Gérôme;
  • otro cuadro de Jean-Léon Gérôme (Pollice verso), inexacto pero impresionante y que tuve la ocasión de ver en el museo de Orsay parisino, es quizá el responsable de otra concepción errónea que alguna película como Gladiator o Espartaco ha contribuido a propagar. El editor no decidía el destino infausto o agraciado del vencido con el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Según nos enteramos allí, en realidad el gesto de una mano y pulgar extendidos en horizontal, a la voz de ivgvla, le ordenaba al vencedor degollar al vencido, mientras que si el pulgar se ocultaba en el puño significaba que debía envainar su arma (aunque ningún gladiador llevaba funda, así que más bien dejaba de empuñarla). De todas formas, no hay un consenso general sobre cuál era exactamente el gesto. Según otra teoría, en realidad el dedo hacia arriba era el gesto que hacía el propio vencido, implorando clemencia. Y el pulgar hacia abajo sería la denegación de ese deseo. A modo de curiosidad, siempre me acuerdo de cierto romano del cuento de Astérix en Hispania con el pulgar levantado después de recibir una buena tunda. El profesor de la Universidad de Vigo, José Yuste Frías, analiza este gesto desde el punto de vista de la traducción;
  • el 90 % de los gladiadores eran indultados, porque de lo contrario había que pagar una indemnización a la escuela donde se entrenaban arduamente;
  • los combates no podían estar amañados, el público quería ver una contienda en buena lid. Y por eso había árbitros que velaban por el cumplimiento de las normas. El único objetivo del gladiador era hacer rendirse al otro, para lo cual se permitía todo menos los golpes mortales;
  • los gladiadores no eran exclusivamente esclavos ni criminales, etc. En realidad muchos podían compararse a los boxeadores de hoy en día: luchaban por el dinero o por alcanzar la gloria. Todo gladiador firmaba un contrato donde abandonaba su condición de hombre libre temporalmente;
  • la vía romana (que también conducía a Nîmes, concretamente la vía domitia) solo estaba adoquinada en las ciudades y en las cercanías, el resto de la vía se componía solo de arena. Dicha vía domitia era fundamental para unir Roma, Galia y España.
Con la llegada de los visigodos, al igual que en Orange, el anfiteatro pierde su función lúdica y pasa a utilizarse como villa fortificada, Castrum arenarum ('castillo de las arenas'). Desde el siglo VI se utiliza como fortaleza. En el siglo XI se alojan aquí los caballeros de las arenas: auxiliares del vizconde de Nimes, que a su vez era súbdito del conde de Tolosa. En lo que es ahora la arena llegó a haber 150 casas, de las que solo se conservan dos (cerca del palacio de la justicia).


Como no habíamos comido, nos dimos un pequeño homenaje al atardecer. Entre las especialidades de Nimes se encontraban la tapenade (una pasta de aceitunas negras machacadas con alcaparras, anchoas y aceite de oliva, que se puede encontrar no solo en Nimes, sino también en el resto de la Provenza), la brandada ('guiso de bacalao desmigado, mezclado con aceite, leche y otros ingredientes') y la costilla de toro, con una salsa deliciosa.



Todo ello combinado con un buen vino tinto. En cuanto vi la carta, supe que solo había una elección posible: Gallician Prestige. ¡Toma ya!



Aquí se puede apreciar la brandada y la tapenade. Y, como poste, una pedazo de tarta de chocolate suculenta también.


Al día siguiente fuimos a visitar también la torre magna y la Maison Carré ('casa cuadrada'). Para ello atravesamos primero la plaza de Assas, donde se encuentra una estatua dedicada a Nemausos, el dios celta de los manantiales.



Y así llegamos a los jardines de la fuente. Según la guía de la ciudad:

En el siglo XVIII se construyó en Nîmes, sobre el santuario de la Antigüedad recientemente descubierto, uno de los primeros jardines públicos de Europa. Respetando el plano del antiguo santuario que se creó en torno a la fuente hacia fines del siglo I A.C., J-P. Mareschal y G. Dardaihon diseñaron un jardín a la francesa, decorado con jarrones y estatuas de mármol o de piedra de Lens. La parte alta del Jardín, el Mont Cavalier, no fue plantada hasta el siglo XIX. Aquí dominan las especies mediterráneas como pinos, cipreses, robles verdes, boj y laureles siempre verdes. Su superficie es de 106 309 m2.


La siguiente visita fue el templo de Diana. Según parece, se trata del monumento más romántico de la ciudad, pero también el más enigmático, ya que no se conoce su función exacta. Sus pasillos laterales, que antiguamente llevaban a un nivel superior, sus diferentes bóvedas de cubierta o los nichos de su gran sala no forman parte de los elementos constructivos típicos de los templos grecorromanos. El origen de su nombre también es un misterio. El edificio se ha conservado bastante bien, al haber sido ejercido la función de iglesia de un monasterio benedictino entre los siglos X y XVI.



Y finalmente llegamos a la torre magna, el monumento de Nimes que cuenta con una mayor antigüedad. Se construyó sobre el 15 a. C. alrededor de una torre gala de piedra seca, de la que nada se conserva, salvo el diseño original que aún se puede discernir desde el interior del monumento. Su cometido original ha sido objeto de debate: algunos piensan que era una atalaya, otros una estructura defensiva y otros una demostración del poder que ostentaba el Imperio romano.

Visible desde lejos, señalaba la presencia de la ciudad y del santuario imperial situado a los pies de la colina en torno a la fuente. Era la torre más alta y la más prestigiosa del recinto romano. De forma octogonal, tenía en aquella época tres niveles sobre un zócalo. Hoy el último piso ha desaparecido y su altura es de aproximadamente 32 m. Desde su cúspide puede disfrutarse de una vista extraordinaria de Nîmes. Con buen tiempo, se puede ver el Mont Ventoux, los Alpilles y la planicie del Vistre y la Garrigue

En la torre nos enteramos de la curiosa historia de François Traucat: resulta que en el siglo XII esta torre estuvo a punto de ser destruida por obra y gracia de otra profecía errónea de Nostradamus. Este Octavio Acebes de la Edad Media decía que ciertas construcciones dedicadas a la diosa Vesta albergaban en sus cimientos objetos de oro y plata. Y claro, este hombre (encargado de un vivero) obtuvo permiso del mismísimo rey Enrique IV para cargarse lo que quedaba de la torre gala y casi derribar la torre en vano, pues ningún tesoro halló. La estabilidad del monumento se vio seriamente mermada y fue necesario añadir un pilar interno.



La última parte de nuestra visita nos llevó a la maison Carré, dedicada a los hijos del César Augusto, príncipes de la juventud (según se lee en la inscripción del edificio). Dentro se puede ver un interesante cortometraje con la historia de la fundación de Nimes, protagonizada por Adgennix, su hijo Gaius Adgennius Regulus y Sextus Adgennius Macrinus, descendiente del anterior. Teníamos el tiempo calculado a la perfección y llegamos in extremis para el filme. Una vez visto esto, tocaba ponerse en marcha hacia el siguiente destino: Aviñón. Para aquellos que tengan más tiempo (y coche), otra visita interesante es el puente sobre el Gard, un acueducto romano.


A Aviñón llegamos a tiempo para visitar el palacio de los papas, el conjunto episcopal y el puente de Aviñón, todo ello patrimonio de la UNESCO desde 1995. En el primero también empleamos la audioguía para sacarle el máximo partido a la visita, pero la verdad es que, al contrario que en el anfiteatro de Nimes, la visita me pareció aburrida. Y no será por la extrema importancia histórica de Aviñón como sede papal, pero el caso es que no lograba retener la información sobre los diversos papas que fijaron aquí su residencia. En concreto fueron estos:

Clemente V: 1305–1314
Juan XXII: 1316–1334
Benedicto XII: 1334–1342
Clemente VI: 1342–1352
Inocencio VI: 1352–1362
Urbano V: 1362–1370
Gregorio XI: 1370–1378

Tan pronto leía como Urbano V dedicaba gran parte de su tiempo a la meditación, me olvidaba de qué otro papa había promovido la construcción del palacio nuevo (algo que debería corresponder de todas formas a Urbano, ¡para hacer justicia a su nombre!). Y ya no hablemos de la nomenclatura. ¿Será que tengo una barrera neuronal para procesar temas religiosos? De todas formas, la visita es necesaria a instructiva, para refrescar la memoria sobre los antecedentes del Cisma de Occidente.



Después de visitar el puente sobre el río Ródano, también llamado Pont St-Bénézet, cogimos el barquito que te transporta a la otra orilla por todo el careto. Una idea excelente, a la postre. ¿Por qué? Porque gracias a ello pudimos obtener una de esas oportunidades que te brinda la madre naturaleza para tomar la instantánea perfecta. Nada más llegar a la otra orilla empezó a lloviznar lo justo para que, al cabo de unos minutos, un arcoíris majestuoso realzara la panorámica de Aviñón que podíamos contemplar. Si hubiésemos estado en el palacio de los papas en ese momento, no nos habríamos enterado, así que el momento de su aparición fue ideal.


Para completar la visita cogimos un autobús hacia Villeneuve-lès-Avignon y nos dimos un paseo por sus calles. El fuerte de Saint André y la torre de Felipe IV el Hermoso ya estaban cerrados, así que no pudimos visitarlos. Este Felipe también está muy ligado a la historia de Aviñón. Por ejemplo, el papa Clemente V, mencionado anteriormente y primer pontífice que residió en Aviñón, fue el encargado de disolver la Orden de los caballeros templarios. Y todo por presiones de Felipe IV. Jacques de Molay, fallecido en 1314, fue el último Gran Maestre. Me acuerdo de aprender muchas cosas sobre estos caballeros gracias a mi aventura gráfica favorita, Broken Sword: la leyenda de los templarios.


Cogimos de nuevo el bus a Aviñón con el mismo billete y buscamos un sitio para cenar. Four Square nos recomendaba Fou de fafa, pero sin reserva no había tutía. Nada más oír ese nombre no pude evitar acordarme de la divertida canción de Flight of The Conchords.


¿Qué hicimos entonces? Pues ir al de enfrente. Un sitio que se llamaba Caveau du Theatre. Por desgracia me olvidé durante este viaje de hacer una foto a los menús, porque tenían unos nombres tan largos (y franceses) que me resulta imposible acordarme. Sé que yo tomé una panna cota blablablá como entrante, que yo asocio solo a un postre. Francamente, sabía a salmorejo, pero estaba buenísimo. Y el risotto posterior también. Diego, por su parte, tomó foie de primero y una brocheta de pollo después.



Después de Aviñón teníamos pensado tirar hacia Lyon, pero todavía había tiempo para hacer una parada que merecía mucho la pena: Orange, con su imponente teatro romano y su arco del triunfo, ambos patrimonio de la humanidad desde 1981.


Construido al principio de la era cristiana, el teatro antiguo de Orange es el "teatro de piedras" mejor conservado del mundo romano occidental. El teatro original contaba con 76 columnas, las que hay ahora se recuperaron en excavaciones. La pared exterior medía 103 metros de largo y 37 de alto. La pared de escena interior incluía una ornamentación diversa, como 76 columnas (de las que solo se conservan unas cuantas encontradas en las excavaciones) o una estatua de César Augusto (que sustituyó a otra de Apolo) con un pie sobre un galo para recordar el poder de Roma. El tejado, que cumplía una función acústica, fue destruido por los bárbaros en el siglo IV.


El acceso al teatro era gratuito y universal, aunque la gente no se podía mezclar. Primero accedían los caballeros (equitum gradus 3), luego los miembros de colegios sacerdotales y gremios de artesanos y comerciantes; más arriba se situaba el resto de la población libre y arriba del todo, de pie, la "chusma": esclavos, prostitutas, mendigos, marginados y extranjeros.



Al principio la construcción de teatros fijos estaba prohibida en el Imperio romano, ya que temían que el espectáculo distrajera al pueblo de sus deberes: se temía una relajación como la que había llevado a los griegos a la decadencia. El primer teatro de piedra se construyó en el año 55 a. C. en Roma, por orden de Pompeyo. Dos décadas más tarde se construyó el de Orange bajo el reinado de Augusto. Podía acoger hasta 10 000 espectadores, lo que suponía la totalidad de la población local. El emplazamiento es ideal, ya que los romanos solían buscar pendientes naturales. También destaca lo bien que se conserva la pared de escena, con sus hornacinas y hospitalia, las puertas laterales por donde acceden los actores.


Sobre las funciones en sí, había dos grandes tipos: tragedia y comedia, esta última dividida en griega o romana. La indumentaria de los actores permite distinguirlas. Durante la época de Augusto en los grandes teatros siempre se representaban piezas de farsa atelana o mimo ('actor bufón'), de origen etrusco. La popularidad del mimo eclipsó a la farsa atelana. Quizá se debiera a que era el único género en donde los papeles femeninos eran interpretados por mujeres. Pero el público, con la libido por las nubes, les pedía cada vez con más ansia una mayor desnudez: la cosa, al parecer, fue degenerando y el cristianismo se encargó de prohibir tanto libertinaje. En ese sentido esto me recuerda al kabuki, también vetado a las mujeres por razones similares (aunque hoy en día algunos papeles de onnagata ya son representados por actrices).



Plauto fue el autor cómico más famoso, aprovechaba su vis cómica como ninguno. Lo relevó Terencio, un esclavo emancipado de origen africano. El estatus (histrius) del actor era ambiguo, aunque podían llegar a ser muy populares. El emperador Calígula los consideraba sus protegidos y Nerón fue un gran mecenas en ese sentido. Sin embargo, los cristianos no lo veían con buenos ojos y los visigodos aún menos, ya que lo quemaron en el año 412. De hecho, el color rojo que presenta la piedra se debe a las altas temperaturas que tuvieron que soportar por el incendio.



El arco del triunfo también se construyó en el siglo I d. C. y se dedicó a la gloria de los veteranos fundadores de la colonia romana de Orange. La representación de los galos capturados simbolizaba la dominación de Roma (al igual que la figura de César Augusto en el teatro). Encimas de los pequeños pasajes del arco se aprecian trofeos marítimos, que probablemente representaba la superioridad marítima del imperio. Lo cierto es que Roma era tolerante con las religiones de los pueblos que conquistaba, pero imponía una condición: el culto al emperador. Venere usted a los ídolos que le venga en gana, pero reserve también un espacio para nuestro líder. He aquí la razón de la persecución contra los cristianos por parte del Imperio romano, hasta que se rindieron a la evidencia y ellos mismos se convirtieron bajo Constantino I. Pero eso es otra historia...



La nuestra sigue desde Orange hasta Lyon, donde compartimos una velada entrañable con Satoko, Benoit y su hija Tsubaki ('camelia' en japonés, un ideograma formado por los radicales árbol y primavera). Tomamos unas cervecitas, un vino blanco y un curry a lo japo preparado por Satoko. Esta era la parte gorrona del viaje. Nos recomendaron un restaurante para el día siguiente que estaba justo al lado de nuestro hotel, pero no había tiempo para ello. Nos atiborramos en el desayuno y decidimos coger el siguiente TGV hacia Aix-en-Provence.



Era una pena dejar este pueblo sin visitar, así que decidimos hacer otro pequeño tour sobre ruedas, teniendo en cuenta la inexistencia de taquillas en la estación de tren. Poco importaba, de hecho, porque de la estación del TGV (tren de gran velocidad francés) había que coger un bus hasta el centro. El viaje en el TGV me dejó muy mal sabor de boca, todo lo contrario que el TGV Hendaya-París de mi primer interraíl. Costó nada más y nada menos que 68 euros y llegó con 28 minutos de retraso. La compensación económica que nos correspondía era de... un "¡se siente!". Según parece, es necesario un retraso de media hora para obtener el 25 % del precio del billete, y para la devolución íntegra... ¡3 horas! ¿Desde cuándo un tren bala puede retrasarse 3 horazas por cuestiones ajenas a la compañía (en cuyo caso no reembolsan)? La comparación con el AVE Madrid-Sevilla es sangrante, pues se supone que 5 minutos de retraso en este último implican una devolución del precio total del billete. Y si tenemos en cuenta que yo he pagado 34 euros por un viaje y 22 por otro, a primera vista España gana a Francia en este sentido.



Si Van Gogh era el artista asociado indisolublemente a Arlés, en Aix-en-Provence brilla con luz propia la figura de Paul Cézanne. Hasta los cines del pueblo (¡ueheee!) llevan su nombre. Nos hubiese gustado tener más tiempo para tomarnos un helado artesanal o un refrigerio en alguna de las terrazas con vistas a las placitas, pero no se puede tener todo. El bus partía a las 15:40 hacia el aeropuerto, así que calculamos de nuevo para llegar a la parada a tiempo para cogerlo y emprender el vuelo de regreso a nuestra patria gallega, para rubricar el viaje con una pizza en el Di Marco de Tui.

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