Este billete es toda una novedad en Corea, de hecho la mayoría de amigos y conocidos coreanos no lo había visto en la vida. Siendo el más valioso, os imaginaréis que equivale al Bin Laden (el billete de 500 euros de cuya existencia todo el mundo sabe, pero nadie ha visto). Pues nada más lejos de la realidad, porque solo vale 28 euros. ¿Cómo pagan los coreanos? Pues, como en Francia, con cheques. De hecho, mi amiga compró las entradas del palacio con un cheque de 100.000 wones (50 euros). Si tratase de hacerlo en un museo español, probablemente las risas del empleado se oirían en su país natal.
Pero hay otra dualidad que también da título a estas entradas, y es la propia rigidez del pensamiento confucionista, sufrida por aquel que se integre (o intente integrarse) en el día a día coreano, pero invisible a los ojos de un turista que solo está de paso. Ya comenté aspectos como la obligación de usar un sufijo concreto para dirigirse a una persona mayor o, en definitiva, a alguien que se encuentre en un nivel más elevado en la escala social, ya sea por edad u otras circunstancias. Otra de las reglas que me chocaron consiste en que, por ejemplo, mis amigas coreanas no pueden beber mirando a los ojos de sus padres, sino que deben apartar la vista en dicho momento. Aparentemente, esta especie de regla poco común solo se aplica a las bebidas alcohólicas.
Tener amigos coreanos me ha permitido aprender esta serie de cosas, ¿pero qué es lo que veo yo como simple turista? Pues que los coreanos (siempre refiriéndome a los surcoreanos, puesto que poca gente tiene la suerte de conocer a un norcoreano) se han revelado como uno de los pueblos más amables con los que me he topado en mis viajes, superando incluso a los propios nipones. ¿Por qué? Porque la amabilidad japonesa a veces tiene otra cara (guardar las apariencias) de la que hablaré en otro artículo, pero la coreana, a los ojos de un extranjero, parece más sincera. Así, en el metro me habló una vez un anciano, preguntándome en inglés de donde era (algo impensable en Japón), otro me dijo que me sentara a su lado porque yo estaba cargando con la mochila y una bolsa, y otro me puso en el taxi correcto nada más bajar del autobús: me dijo "Where are you going?" y preguntó a varios taxis hasta que encontró uno que no tenía inconveniente en ir. ¡Parecía que estuviesen trabajando para mí! ¡Hasta los normalmente lacónicos empleados del aeropuerto eran amables! A uno de ellos le hizo gracia mi camiseta souvenir de Corea ("¿Te gusta Corea, eh?"), y otra chica se rio cuando le dije gracias en mi lamentable coreano. Por no hablar del camarero que no nos cobró la bebida ni la comida la primera noche por encontrar un bicho en los aperitivos (en España puede que no hubiese cobrado la comida, pero la bebida sí), y después se ofreció a sacarnos fotos delante del restaurante nada más intuir mis intenciones. Por no hablar de la experiencia del templo budista que comentaré posteriormente. La única excepción en todo el viaje fue una señora mayor. Yo tenía la planta de los pies agotada, y mientras subía en las escaleras mecánicas levanté el pie ligeramente para descansarlo. Aquello no le gustó nada a la ínclita, que nada más salir del metro realizó unas durísimas declaraciones, como diría Jose María García. Me espetó lo siguiente:
Your foot is bad!!!
Pero nos estamos yendo por los cerros de Úbeda. Volvamos al viaje.
El primer día me encontré con Minji y Crystal, mis amigas coreanas, para dar simplemente una vuelta por Hongdae, un barrio de artistas muy animado cercano a la Universidad de Hongik. Fue allí donde pudimos disfrutar de esa cena gratuita (comentaré el resto de anécdotas gastronómicas en una entrada destinada especialmente a tal efecto, por ser muy numerosas, pero hoy escribiré sobre algunas chucherías), el día siguiente comenzamos con el mencionado palacio de Gyeongbokchung y, después de la comida, dimos un paseo por una zona comercial de Seúl llamada Insa-dong, en donde se pueden encontrar delicias como estas:
Un toffee gigante o larvas, ¿qué preferís?
También parece ser bastante famoso el Kkultarae, un dulce compuesto principalmente de miel y malta, con nueces de relleno. ¿Queréis ver cómo se hace, partiendo de un simple trozo de miel, más duro que una piedra? Pues he aquí el proceso (ablandar la piedra de miel hasta hacer miles de hilillos):
Nos dirigimos a Hanok Village, una recreación de las casas hanok tradicionales de Corea. Aquí se encuentra la casa de la Reina Yun, esposa del Rey Sunjong (el 27º en la dinastía Joseon), aunque la auténtica estaba en Okin-dong, Jongno-gu, dato tremendamente intrascendente. Lo importante es que en este lugar pudimos disfrutar ver in situ casas tradicionales, juegos con solera como el Yut, una especie de parchís coreano, con cuatro tablillas con dos caras que se lanzan como dados:
Todo ello culminado con mi solo de batería para imitar la noble y ancestral labor del planchado.
Después de esta agradable experiencia, seguimos el destino lógico, puesto que la Torre de Seúl se encontraba a una distancia asequible. Para llegar hasta ella recorrimos un paseo destinado exclusivamente a viandantes y bicicletas. El teleférico nos llevó hasta la torre en sí, desde la que se podía divisar perfectamente la ciudad de Seúl. Y eso no es moco de pavo, no en vano el núcleo metropolitano de Seúl (conformado por Seúl, Anyang, Bucheon, Inchon, Pocheon, Seongnam y Suwon) es el segundo más poblado del mundo, solo superado por Tokio y seguido de Ciudad de México. ¿Os interesa conocer el top 100?
En toda gran ciudad hay un observatorio en forma de torre o gran edificio. Tokio cuenta con varios, las Torres Metropolitanas de Shinjuku (gratuito, caso raro en Japón), la Torre de Tokio, la Torre Landmark de Yokohama, Roppongi Hills...
Su altura es de 479 metros, y al caer la noche se puede disfrutar del espectáculo de luces del artista francés Alexandre Kolinka. Y con esto terminó otro completo día en este país tan fabuloso ;-D.
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