jueves, 11 de febrero de 2010

Viaje navideño (2/5) - Camboya: Chong Kneas y Angkor Wat de nuevo

Las enigmáticas y serenas caras de Bayón, representaciones de Avalokiteshvara, la deidad de la compasión.

No creo que haya mucha gente que vaya a Camboya dos veces en un período de solo un año, pero lo mío, además de devoción por este país de gente tan amable y mi admiración por Angkor Wat (nunca me cansaré de verlo), fue debido a una coincidencia: mis amigas italianas y el amigo turco no habían estado, así que les acompañé. Recordad, para entrar al país se necesita un visado que se hace al llegar (20 dólares del ala) y, lo que muchos no saben, y lo que te deja un mal sabor de boca del país, que hay que pagar 25 dólares para salir. Inaudito. Pero tienes que pasar por el aro.
Siempre que voy me da pena perderme la oportunidad de disfrutar de una estancia más auténtica, como Kampung Phluk.



Me alojé como el año anterior en el Babel Siem Reap, que recomiendo encarecidamente. Después de "celebrar" la navidad Kuala Lumpur, llegamos a Siem Reap el 26, y aquí estuvimos hasta el 28.



El primer día fuimos a Chong Kneas, una aldea flotante. No tengo buenas fotos, porque suelo negarme a sacar fotos a la gente como si fueran monas de feria. Es lo que hacen otros blogueros sin piedad, yo prefiero mirar y quedarme con el recuerdo, en vez de exhibirlos. Aunque quizá sea un poco recatado de más, ciertamente no me hace gracia ser el turista que llega con su cámara y que, cuando se va, vuelve a su mundo desarrollado lleno de tecnología y bienestar, mientras esta gente las pasa canutas. Los habitantes de esta aldea en concreto, tienen que mudarse según la afluencia del río. Esta foto de la "mudanza" no es mía, pero creo que lo ilustra bien.




Chong Kneas está situado cerca de Tonlé Sap ('gran río de agua dulce' en camboyano), el lago de agua dulce más grande del sudeste asiático. La verdad es que es tan enorme que, cuando llegas allí, a pesar de ser consciente de dónde estás, llegas a pensar que lo que tienes ante ti es la mar. Al final resulta simplemente que es la mar... de grande. Huelga decir que su importancia es vital, no en vano fue designado como biosfera de la UNESCO en 1997.



En esta pequeña aldea hay una iglesia (siempre listos para adoctrinar allende los mares) y una escuela, que tuvimos el honor de visitar. Mi amiga Doris compró unos lápices simbólicos en la tienda de souvenirs y se los entregó a los niños. Al principio no comprendíamos muy bien qué teníamos que hacer, y yo, como siempre, era reticente a todo lo que implicase ser un poco condescendiente con los menos favorecidos. Pero al final no me pude resistir. Más que nada porque, a fin de cuentas, este sí parece una buena forma de invertir el dinero. Si estos niños tienen acceso a una educación, por muy básica que sea, y acaban hablando un inglés tan aceptable como el de muchos camboyanos que conocimos (siempre me ha sorprendido que un camboyano con una formación pobre sea capaz de hablar mejor inglés que un español medio, con años de inglés a sus espaldas). La respuesta habrá que buscarla en la necesidad, que lo puede todo. Espero que me perdonen por mostrarlos aquí.




El día siguiente fuimos a Angkor Wat para contemplar el amanecer. Es lo que me había perdido el año pasado, una espinita que se me había quedado clavada y no esperaba sacarme. Por supuesto, merece muchísimo la pena. Saqué muchas fotos con mi cámara del año de la polca. Una vez más, lo que importan realmente no son las fotos, sino el haber estado allí y vivir ese espectáculo. Bien es cierto que lo peor de Angkor Wat es que te estarán acosando por todas partes para que compres piñas, pulseras, postales, libros, etc. Le quita magia a la visita, y a la misma vez te hace pensar lo afortunado que eres. Lo malo es que nunca sabes para quién es realmente el dinero. Ojalá los 25 dólares de la salida del país se repartieran entre ellos (y ya puestos, los 20 de la entrada).




Por cierto, la fruta en Camboya hay que probarla sí o sí. El mango, la piña o la pitahaya. Esta última se conoce en Asia con el nombre de dragon fruit (fruta del dragón). También os aconsejo que probéis un zumo de coco. Nada de aditivos ni otras zarandajas: el coco en sí, fresco y dulce. Tanto que no lo pude terminar.



Y ya que nos ponemos con gastronomía, no podéis dejar de probar el amok, plato típico camboyano. Os aconsejo el Khmer Kitchen Restaurant. Fui los dos años. Al parecer, allí fue donde comió Angelina Jolie cuando visitó este país para el rodaje de Tomb Raider.


Por lo que veo en las imágenes de internet y leo en Wikipedia, el amok de pescado requiere de jengibre chino y moras de la India. Lo que este llevaba seguro es la inconfundible leche de coco. El sabor es indescriptible. Como acabamos yendo dos noches, pedimos casi todo lo exclusivamente camboyano con nombre raro: ternera lok lak, curry jemer, sopa korko, etc. Os puedo asegurar que es delicioso, y el amok en concreto es apto para todos los públicos. Es uno de mis platos favoritos. Tengo ganas de probarlo en el restaurante Angkor Wat de Tokio. Algo me dice que será completamente diferente.


Doris, Marta, Ugur y servidor con nuestros conductores; el que está a mi lado era un cachondo. Estos vehículos no se llaman tuk-tuk, ya que ese nombre se refiere a los tailandeses. Me dijeron un par de veces el nombre camboyano, pero al no apuntarlo lo he olvidado :-(.

Una vez más, la experiencia camboyana fue apasionante. Es reconfortante comprobar la sinceridad en las sonrisas y las bromas de los empleados del hotel, todos chicos muy jóvenes, que se oponen frontalmente a la sonrisa forzada con voz de pito de cualquier dependiente en Japón: será muy formal, educado y atento, pero no deja de ser falso. Me acuerdo con cariño de las risas de las chicas que estaban encerando el impoluto parqué del hostal, cuando pasaba saltando por medio sintiéndome culpable y diciéndoles "sorry, sorry". O de esa anciana en bicicleta por Angkor Wat: cuando nuestras miradas se cruzaron, no hubo miedo, ni rechazo, ni timidez... Solo una sonrisa preciosa que aun tengo impregnada en mi mente.

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