miércoles, 5 de mayo de 2010

Homenaje a Kang


La mayoría de mis compañeros de clase chinos son, por lo general, timidillos y poco graciosetes. Mi personalidad es siempre amable para con cualquiera que hable conmigo, y aporto ese humor español tan escaso en una academia donde soy el único occidental.

Entre tanto chino sosete, el año pasado tuve la fortuna de conocer a uno procedente de Shanghái, de solo 20 años de edad pero más maduro en cuanto a su forma de pensar y actuar. Tenemos un humor muy parecido, siempre volvemos juntos después de las clases y el otro día jugamos al fútbol con Mika y sus amigos. Es un tipo que merece mucho la pena y que, además, desde el primer momento fue él quien se acercó a mí, muy probablemente por resultar quizá más exótico o interesante que otros chinos vistos y revistos.

Cuando me planteó la idea de ir juntos a Shanghái por su vuelta a la tierra patria en las vacaciones de primavera, no me lo pensé dos veces. La ocasión la pintan calva: visitar un país con un lugareño no tiene precio, y más en un país como China, donde sin conocimientos del idioma el acceso a ciertos manjares y lugares se antoja complicado. Le estoy inmensamente agradecido a esa familia por abrirme sus puertas durante unos días, invitarme a tomar parte en sus numerosas comidas familiares, colmarme de platos suculentos, deshacerse en atenciones y cuidarme como si del hijo mayor se tratase.



Por supuesto, me salté todo el protocolo rechazando cigarrillos a personas de mayor rango social, plantándole un beso en la mejilla a la abuelita (la cual insistía en que les visitase si volvía a la ciudad), no levantarme a tiempo para el brindis... Pero tras los comprensibles errores iniciales no punibles por mi categoría de extranjero ignorante, acabé recordando cómo actuar y adaptarme a la etiqueta china. Lo mejor de todo es que, en el momento de la foto, tanto Kang como un servidor nunca se resisten a hacer el gilipollas. Otro punto en común con este cachondo mental.



Shanghái, esa ciudad moderna con un estrato de esmog que desdibuja el horizonte; donde, como en Pekín, el arrebol es un bien preciado. El Pudong es el Lower Manhattan chino, o el Hong Kong continental, por poner un ejemplo más próximo. El viaje subterráneo hasta los edificios que perfilan el día y la noche de esta ciudad es una experiencia cuya psicodelia y, si me apuran, chabacanería raya el paroxismo. Atendiendo a la recomendación de un colega español, no pude evitar emprender un viaje tan sucinto como hortera en este medio de transporte que ningún lugareño osaría utilizar.





Todo sea por contemplar edificios como la Perla Oriental, así como las vistas desde su observatorio. En el distrito de Pudong se concentran las estructuras más altas del país chino de los últimos años. El noble honor le correspondía a esta torre de televisión, hasta que el World Financial Center, inaugurado en 2008, se lo arrebató. Este se sitúa tras el Jin Mao, un edificio con supuesta pinta de pluma estilográfica que escribe sobre el libro situado delante de él. En esta foto lo podéis apreciar mejor. De entre todos, sentí predilección por este último gigante, una especie de mezcla entre las Torres Petronas por su color, y la torre Taipei 101 por su forma.



Si os creéis que la cosa acaba aquí, estáis equivocados, porque la burbuja económica de China le permite seguir compitiendo contra sí misma en este intento de rozar el cielo con los dedos. El próximo titán: la Shanghai Tower, un coloso de unos 623 metros que se convertirá en el hermano mayor del World Financial Center y convertirá en anecdóticas sus vistas.




Además de este súmmum de la modernidad, en Shanghái hay otros sitios que merece la pena ver, como la calle peatonal Nanjing, el Gran Museo de Shanghái o el Jardín Yuyuan, en donde aparezco retratado con la ex novia de Kang.



Y como siempre me pirro por probar platos nuevos, qué mejor que hincarle el diente a una buena paloma, que no gavilán. ¡Pío, pío... garhgh!



Pero la estancia con mi amigo no se redujo solo a Shanghái. También tuve la ocasión de visitar Zhouzhuang, llamada la "Venecia Oriental". ¡Qué apodo tan singular y exótico! Si no fuera porque al menos otras veinte ciudades de otros países asiáticos reciben esta misma aposición. Y ciudades tan dispares como Bangkok, Osaka, Malaca, Ayutthaya (parecido cero con Venecia)...


El parangón parece innegable, pero se limita más que nada al entramado de canales tan distintivo de la ciudad natal de Marco Polo. La magia de Zhouzhuang es muy inferior, pero no por ello deja de ser interesante observar este pueblo y sus puentes gemelos (Shuang qiao), o la Opera Kung qu, declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad:


La ópera Kun Qu se desarrolló bajo la dinastía Ming (del siglo XIV al XVII) en la ciudad de Kunshan, situada en la región de Suzhou, al Sureste de China. Hay que buscar sus raíces en el teatro popular. El repertorio de cantos se fue imponiendo poco a poco como un arte dramático principal. El Kun Ku es una de las formas más antiguas de ópera china presentes hoy día.

Se caracteriza por su estructura dinámica y su melodía (kunqiang). Obras como El pabellón de las peonías o El salón de la longevidad han llegado a ser clásicos del repertorio. Este arte combina el canto, la recitación y un complejo sistema de técnicas coreográficas, acrobacias y gestos simbólicos. En el reparto hay un joven protagonista, un personaje femenino principal, un anciano y diversos personajes cómicos, todos vestidos con trajes tradicionales. Una flauta de bambú, un pequeño tambor, tablillas de madera, gongs y címbalos acompañan los cantos, resaltando las acciones y las emociones de los personajes. Reputada por el virtuosismo de sus pautas rítmicas (changqiang) la ópera Kun Qu ha ejercido una influencia predominante sobre otras formas más recientes de ópera china, como la de Sechuán o la de Pekín.

La ópera Kun Qu entró en un periodo de declive a partir del siglo XVIII porque requería grandes conocimientos técnicos por parte del público. De las 400 arias que se cantaban regularmente en las representaciones de ópera a mediados del siglo XX, hoy día sólo quedan algunas docenas. La ópera Kun Qu ha sobrevivido gracias a los esfuerzos de algunos animosos conocedores y adeptos que tratan de suscitar el interés de una nueva generación de intérpretes.


En definitiva, ya que el tiempo apremia, la noche se cierne sobre Tokio y la entrada se hace larga, muchas gracias a Kang (o bien "Kosakushuu" en su nombre japonés, o "Zhouzhou" según su apodo chino) por ser un guía estupendo en su ciudad y su país. He tenido la oportunidad de ver a los chinos desde una perspectiva diferente, alejada de los estereotipos. Kang se ha esforzado por hacerme ver el lado amable, con unos amigos simpáticos hasta el punto de no parecer demasiado distinto a unos jovenzuelos españoles de la misma edad, una familia celebrando un banquete al más puro estilo de las casetas de pulpo o el Pedregal. Nuestras costumbres, creencias y formas serán distintas, pero resulta entrañable y curioso comprobar cómo curiosamente por medio de la lengua japonesa se tiende un puente que sustenta la comunicación entre dos culturas tan dispares como la china y la española: al final uno pasa cinco días rodeados de amigos chinos casi como estuviera en su casa.

Muchas gracias por ofrecerme esta oportunidad, Kang.


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