No cabe duda de que algunas de las anécdotas y vicisitudes de tinte cómico que he tenido la desdicha de vivir en mis propias carnes han contribuido a la repetida liberación de endorfinas por parte de la audiencia que se arremolina en torno al narrador de turno. Uno de los alquimistas más duchos en este terreno, de esos que le quitan el prefijo a la desgracia para transformarla en gracia, es mi padre y tocayo.
Esta, en concreto, es una de las más famosas. Por circunstancias de la vida, la escatología siempre aparece como telón de fondo. Suelo olvidar los datos concretos, pero situemos la acción en un centro comercial de Lisboa, hace ya más de 20 años. No recuerdo cuántos tenía yo exactamente, pero espero que fuesen los menos posibles.
Tanto mi madre como mi hermana nos habían dejado solos un momento, por razones que ya he olvidado, pues no soy el narrador oficial de la historia. El pobre padre llevaba un tiempo temiéndose lo peor: concretamente desde esa exótica comida portuguesa de difícil digestión. El apretón era inevitable, tanto como otorgar a su hijo una independencia momentánea: ¿sería capaz de asumir tamaña responsabilidad? ¿Estaría dispuesto a esperar escasos minutos en un mismo punto del espacio? Había llegado el momento de averiguarlo, de que el pequeño Simba se convirtiese en el Rey León. Así, el cabeza de familia habló:
—Pirulo, voy al baño un momentito. ¡NO, repito, NO te muevas te aquí y espera quietecito!
El padre pareció vislumbrar cierto gesto de pavor en el rostro del retoño, pero ante la falta de desacuerdo oral tácito y la amenaza de una evacuación en ciernes, lo abandonó y se dirigió presto al baño. A partir de aquí, no está muy claro lo que sucedió. Yo lo recuerdo así:
Sin embargo, mi padre lo recuerda así:
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Hay un momento de la vida en que uno tiene que escoger entre las ciencias y las letras. Las ventajas de la segunda elección son innumerables: entre ellas, el quedar absuelto de realizar cálculos y reparaciones caseras. A pesar de devorar novelas a un ritmo endiablado (para un número total de libros vergonzosamente superior al de servidor), no cabe duda de que tiene la suerte de ser un hombre de ciencias. Esas personas que reparan cualquier cosa y discurren de forma analítica. ¿Alguna vez han probado a darle un abrelatas clásico a uno de letras? Yo hice el experimento conmigo mismo y la profesora de inglés que vive en mi piso. Será mejor que no vean las posiciones absurdas en las que la pobre herramienta llegó a ser colocada antes de que su simiesco usuario exclamase "¡eureka!". Hay que aceptar el destino, a pesar de que mi interés por la ciencia sea genuino, y responde a mi curiosidad por lo desconocido (siempre que tenga un rigor científico o valor histórico).
Los hombres de ciencia son capaces de rescatar esos conocimientos oxidados y ponerlos en práctica para, por ejemplo, explicar a sus hijos la lógica de las ecuaciones y el despeje de incógnitas. ¿Pero qué hacer cuándo tu hijo ya ha cogido el camino de las letras y no acaba de comprender las ecuaciones de primer y segundo grado? No les puedo asegurar que funcione, pero algó estimuló mis neuronas cuando mi padre, desesperado, golpeó dos veces la mesa de la cocina a la voz de:
De repente, vi la luz. Su forma de representar las dos "x" de la ecuación con sendos puños activó algo en mi cerebro. En el siguiente examen de Matemáticas saqué el único 10 que recuerdo haber conseguido en tal materia. Mano(s) de santo.
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Estos son unos padres muy especiales. Esta es la generación que convirtió la pobreza en el bienestar que ahora tengo la fortuna de disfrutar. Estar aquí, y ahora, es más fácil si has contado siempre con el apoyo paterno para dar rienda suelta a tus aventuras en países ajenos. Esta generación, esta juventud, ha quedado sin anécdotas de la mili que relatar, y la siguiente sin poder escucharlas. Por eso no me importa recordar cómo el vasco se reía del recluta ignorante, o que el padre Díaz resucite constantemente para echar sin despeinarse al bostezador. Si me reencarnase, seguiría haciendo el salto de la rana al aprender a conducir o contaría en voz alta para aumentar el hándicap de la paella.
Por eso, aunque siga prefiriendo que coma él las lentejas, no ha cambiado un ápice mi respeto y admiración por la figura de ese padre... y muy señor mío.
¡Feliz cumpleaños!
Esta, en concreto, es una de las más famosas. Por circunstancias de la vida, la escatología siempre aparece como telón de fondo. Suelo olvidar los datos concretos, pero situemos la acción en un centro comercial de Lisboa, hace ya más de 20 años. No recuerdo cuántos tenía yo exactamente, pero espero que fuesen los menos posibles.
Tanto mi madre como mi hermana nos habían dejado solos un momento, por razones que ya he olvidado, pues no soy el narrador oficial de la historia. El pobre padre llevaba un tiempo temiéndose lo peor: concretamente desde esa exótica comida portuguesa de difícil digestión. El apretón era inevitable, tanto como otorgar a su hijo una independencia momentánea: ¿sería capaz de asumir tamaña responsabilidad? ¿Estaría dispuesto a esperar escasos minutos en un mismo punto del espacio? Había llegado el momento de averiguarlo, de que el pequeño Simba se convirtiese en el Rey León. Así, el cabeza de familia habló:
—Pirulo, voy al baño un momentito. ¡NO, repito, NO te muevas te aquí y espera quietecito!
El padre pareció vislumbrar cierto gesto de pavor en el rostro del retoño, pero ante la falta de desacuerdo oral tácito y la amenaza de una evacuación en ciernes, lo abandonó y se dirigió presto al baño. A partir de aquí, no está muy claro lo que sucedió. Yo lo recuerdo así:
Oteaba el horizonte con la vana esperanza de avistar a mi padre. Los minutos que habían pasado me parecían siglos. Hallábame vacío como una isla sin Robinson, perdido como un quinto en día de permiso, me invadía la congoja y el desconsuelo: así estaba yo sin la presencia paterna. Dirigime pues al mingitorio con la fundada esperanza de hallar su presencia. Una vez dentro, como los tres pares de pies que asomaban por debajo de sendas puertas me eran desconocidos, pregunté a los allí presentes:
—Disculpen las molestias, caballeros. No quisiera importunarles en la afanosa y delicada tarea que tienen pendiente, pero, ¡oh, cuitado de mí!, atribulado me hallo ante la aciaga ausencia de mi progenitor. ¡Ah de la puertas! Heme aquí a sus pies, estimados excretores, les ruego que se apiaden de mí y pongan fin al martirio de esta soledad. ¿Quién de ustedes responde al nombre de don Servando?
—¡PIRULOOOOOOOOOOOORRGHHH! —bramó una voz iracunda detrás de una de las puertas.
Sin embargo, mi padre lo recuerda así:
Qué alivio para el intestino,
arribar al baño como destino.
Limpiemos el trasero con brío,
pues el niño espera a su albedrío.
Arriesgada licencia me he tomado,
partiendo cual centella al excusado.
En un mundo extraño, sin cobijo,
aguarda el capullo de mi hijo.
¿Será capaz, por ventura,
de mantener la compostura?
¿Acaso difícil o inaudito
es mantenerse quietecito?
Mientras componía mentalmente estos humildes versos, advertí como la puerta del baño se abría lentamente, emitiendo un "crrieec" que hasta parecía destilar un tono inquisitivo. Aprecié la voz gemebunda de un niño que, entre sollozos, acertó a decir con notable discreción:
—¿ESTÁ AHÍ MI PAPÁ CAGANDO?
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Hay un momento de la vida en que uno tiene que escoger entre las ciencias y las letras. Las ventajas de la segunda elección son innumerables: entre ellas, el quedar absuelto de realizar cálculos y reparaciones caseras. A pesar de devorar novelas a un ritmo endiablado (para un número total de libros vergonzosamente superior al de servidor), no cabe duda de que tiene la suerte de ser un hombre de ciencias. Esas personas que reparan cualquier cosa y discurren de forma analítica. ¿Alguna vez han probado a darle un abrelatas clásico a uno de letras? Yo hice el experimento conmigo mismo y la profesora de inglés que vive en mi piso. Será mejor que no vean las posiciones absurdas en las que la pobre herramienta llegó a ser colocada antes de que su simiesco usuario exclamase "¡eureka!". Hay que aceptar el destino, a pesar de que mi interés por la ciencia sea genuino, y responde a mi curiosidad por lo desconocido (siempre que tenga un rigor científico o valor histórico).
Los hombres de ciencia son capaces de rescatar esos conocimientos oxidados y ponerlos en práctica para, por ejemplo, explicar a sus hijos la lógica de las ecuaciones y el despeje de incógnitas. ¿Pero qué hacer cuándo tu hijo ya ha cogido el camino de las letras y no acaba de comprender las ecuaciones de primer y segundo grado? No les puedo asegurar que funcione, pero algó estimuló mis neuronas cuando mi padre, desesperado, golpeó dos veces la mesa de la cocina a la voz de:
—SÍ AQUÍ TIENES UN HOSTIÓN, Y AQUÍ OTRO, ¿QUÉ TE QUEDA?
De repente, vi la luz. Su forma de representar las dos "x" de la ecuación con sendos puños activó algo en mi cerebro. En el siguiente examen de Matemáticas saqué el único 10 que recuerdo haber conseguido en tal materia. Mano(s) de santo.
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Estos son unos padres muy especiales. Esta es la generación que convirtió la pobreza en el bienestar que ahora tengo la fortuna de disfrutar. Estar aquí, y ahora, es más fácil si has contado siempre con el apoyo paterno para dar rienda suelta a tus aventuras en países ajenos. Esta generación, esta juventud, ha quedado sin anécdotas de la mili que relatar, y la siguiente sin poder escucharlas. Por eso no me importa recordar cómo el vasco se reía del recluta ignorante, o que el padre Díaz resucite constantemente para echar sin despeinarse al bostezador. Si me reencarnase, seguiría haciendo el salto de la rana al aprender a conducir o contaría en voz alta para aumentar el hándicap de la paella.
Por eso, aunque siga prefiriendo que coma él las lentejas, no ha cambiado un ápice mi respeto y admiración por la figura de ese padre... y muy señor mío.
¡Feliz cumpleaños!
Una buena hipèrbole mayestàtica? en el momento oportuno, hace que el individuo a la hora de rendir cuentas con el profesor, via exàmen, se acuerde tanto de la referida hipèrbole como de la teorìa matemàtica que la acompañaba. Resultado, un 10. Loa al profe.
ResponderEliminarPirulo, no me extrañarìa verte el día
de mañana en un sillòn de la RAE. Realmente fantàstica esta entrada.Te
felicito. Besos. papi
Deberías recordar que los de ciencias también envidiamos cosas de los de letras, por ejemplo, esa facilidad para hacer rimas para deleite y meadita de risa de los lectores :D
ResponderEliminarUn abrazo, primo !!