miércoles, 21 de julio de 2010
Solaz en la solana
El pasado domingo tuve la inmensa fortuna de poder dedicar mi tarde a uno de mis placeres favoritos: los parques acuáticos. Tras cuatro largos años de ausencia, fui capaz de convencer a Mika y aprovechar uno de esos días en donde el propio solano parece susurrarte al oído que no te queda otra opción si deseas aplacar la ira del dios Ra. ¿Qué mejor remedio que con chapuzones a gogó, toboganes traicioneros, jacuzzis descomunales y niños que apartar a empellones? Es uno de esos lugares donde uno vuelve a dar rienda suelta a su espíritu más infantil, una especie de limbo para volver a aquella época de sano e inocente recreo.
Le debo mucho a este tipo de recintos prácticamente sagrados para mí. Recuerdo perfectamente mi primera incursión, en aquel verano mallorquín con mi familia. En aquellos tiempos yo era todavía un cagueta para esto de las atracciones, pero los parques acuáticos siempre fueron una excepción. La sensación refrescante de remojar el pompis en bajadas a toda velocidad montado sobre un flotador compartido, los gritos hilarantes de pavor, la merienda de negros propia de los charcos intermedios en los toboganes con flotador...
Entre las anécdotas más famosas se encuentran las graciosas declaraciones de mi padre al bajar por los toboganes menos pronunciados. Eran cuatro ejemplares de color blanco y forma ondulada, pero diseñados de tal forma que solo acostado y en posición perfectamente aerodinámica se podía bajar hasta el final. Cualquier incorporación de cualquier miembro era fatal, y toda la familia incurrió en el mismo error. Probablemente queríamos evitar tener que bajar todo el rato con los ojos cerrados; lo hicimos sentados y, pobres de nosotros, nos paramos a medio camino. Esto dio pie a una imagen que no por repetida anteriormente dejaba de ser penosa: henos aquí todos tratando de avanzar ayudándonos de las manos y arrastrando nuestros respectivos traseros. En ese momento me giré a mi padre para ver la forma en la que copaba con tan desafortunado incidente, y fue entonces cuando dijo aquellas famosas palabras:
«¡Ai, non podo...!».
No resulta en absoluto gracioso si uno no asocia estos términos a la cara empapada y en pleno esfuerzo de mi amado progenitor. Fueron tres vocablos unidos perfectamente con un valor incalculable para el humor. De hecho, ayer recordándolo antes de subir al tren en Akihabara me entró un ataque de risa que hizo fruncir algún ceño.
La otra anécdota no es menos graciosa; así lo atestigua Mika cuando se la conté. El protagonista es otro entrañable y eterno aficionado a los parques acuáticos: Diego Pino.
Madrid es una de esas ciudades donde este tipo de sitios son prácticamente un oasis en el desierto. Huir del mundanal ruido y el infernal calor para empaparse de diversión es una idea que suele tener una gran acogida. Diego se apuntó y hacia allí partimos.
La anécdota se produjo en la atracción llamada Río Lento: mi favorita por su duración, el caos que se produce y las risas potenciales que puede proporcionar. Cada uno se tira con su propia rosquilla flotadora encomendándose a San Telmo, patrón de los marineros y los domingueros. Probamos de todas las maneras, con un clásico: tirarse unidos de la mano hasta que un buen hostión te separe.
En una de esas ocasiones, Diego partió delante de mí y, haciendo gala de una conducción lamentable, volcó en la primera curva. En este tipo de casos, el procedimiento estándar es deslizarse sin remedio y sin flotador hasta el siguiente gran charco, en donde se acumulan los demás náufragos y uno puede recuperar sin problemas su compañero de viaje de plástico. Sin embargo, la reacción de Diego ante la caída sorprendió a propios y a extraños. Ni corto ni perezoso, desafío a las más elementales leyes de la física para erguirse raudo como un resorte y empezar una desenfrenada persecución de su añorado flotador corriendo de pie por el tobogán. Mis ojos no daban crédito, y mi mandíbula se desencajaba de la risa. La consecuencia caía de cajón: con mi destreza al volant... manilla... mi destreza al asa alcancé a Diego en cuestión de segundos y nos pegamos un porrazo tan cómico como entrañable. Le estoy eternamente agradecido por haber emulado a Usain Bolt en pos de un dispositivo de flotación. Aun hoy recuerdo su silueta, en una mezcla de desesperación y sano disfrute propios de un rapaz. Porque en eso consisten los parques acuáticos, una ventana que los adultos atraviesan para volver a los deleites más juveniles: regodeo en la canícula estival, solaz en la solana.
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