domingo, 17 de noviembre de 2013

Crónica sarda

 El sol entonaba su "hasta mañana" cerniéndose sobre el litoral occidental sardo, tiñendo el mar de rojo en su despedida

Este año hubo Italia para rato. En mi cabeza circulaba la idea de una estancia en Perugia para perfeccionar este bello idioma, pero al final los planes cambiaron hasta visitarla por partida doble e interactuar con los italianos a modo de curso improvisado. El primero de los dos destinos fue un viaje a la isla italiana de Cerdeña, con una breve incursión en el sur de Córcega para visitar Bonifacio. Este fue, grosso modo, el itinerario.


 El primer contratiempo del viaje sucedió incluso antes de empezar. Crende, a priori nuestro conductor oficial, llevaba un añito con el carné caducado, un hecho al que era completamente ajeno hasta que lo comprobó para el viaje. Yo, habida cuenta de mi poca afición por la conducción, nombré entonces a Tista conductor oficial, pero este mostró sus reticencias, motivadas por la inseguridad que le transmitía el hecho de llevar la macchina por tierras ignotas, rodeado de conductores igualmente desconocidos y señales escritas en una lengua extraña, sin duda de significado abstruso y colocadas en emplazamientos elegidos por el mismísimo demonio. Todo esto me llevó a la conclusión de que el menda había sido designado conductor oficial por la divina Providencia, y a ella me encomendé al hacerme con el volante. Por lo visto, mi conducción resultó bastante relajante para algunos.


 

 Reacio al principio, mis remilgos fueron evaporándose a medida que avanzó el viaje. Como mis dos coexpedicionarios prefieren más bien dejarse llevar (al igual que el menda cuando me guían amiguitos extranjeros en sus países), establecimos un itinerario básico sobre el que ir haciendo modificaciones sobre la marcha, debido a la gran disponibilidad de alojamiento. Nos planteábamos qué recorrido podíamos hacer de un día para otro y reservábamos el hotel de esa noche, a veces incluso siendo ya casi de noche y estando en la propia ciudad: la expansión del internet inalámbrico facilita las cosas sobremanera. 



Fieles a nuestro espíritu rastrero, habíamos elegido la opción más económica (un mini), por nuestras bajas exigencias en cuanto a espacio de almacenamiento. Pero, por lo visto, las unidades de ese modelo se habían agotado y nos dejaron un Fiat Panda en su lugar. Nuestro Pandita se convirtió en un compañero inseparable para llegar a los pueblos más recónditos y hacer paradas programadas por el camino para contemplar bellas puestas de sol.


Tanto el vuelo de ida como el de vuelta lo cogimos para Cagliari a un precio bastante módico (125 euracos en total) y fuimos en bus hasta Madrid. Nada más coger el Pandita en el aeropuerto nos dirigimos a nuestra primera parada: Su Nuraxi en Barumini. Para llegar hasta allí fuimos por una autovía bastante sui géneris, con numerosas señales de 50 por el camino sin ton ni son y avisos de "control electrónico de la velocidad".



 Esta era una de las visitas esenciales, según lo que había estado investigando. Esto es lo que la UNESCO dice al respecto:

A finales del segundo milenio a.C., en la Edad de Bronce, se creó en la isla de Cerdeña un tipo de estructura defensiva llamada nuraghi, sin parangón en el mundo. Los nuraghi son torres circulares, en forma de conos truncados, construidas con sillares y provistas de cámaras internas con bóvedas en saledizo. El ejemplo más bello y completo de esta notable construcción arquitectónica prehistórica lo ofrece el conjunto de Barumini, que fue ampliado y reforzado en la primera mitad del primer milenio a.C. ante la presión de los cartagineses.

Llegamos a tiempo para una visita guiada en inglés para las chicas (probablemente alemanas, aunque no lo recuerdo) y en italiano para los dos chicos de la foto y nosotros. Como la chica hablaba despacio y se explicaba bien, no supuso grandes problemas entenderla y a mí, personalmente, me pareció muy interesante la visita. Merece la pena.



El pozo que se ve en la fotografía tiene una profundidad de 12 metros, aunque si se cuentan los sedimentos subyacentes se extiende a 18. Se especula que esta altura es intencional y podría tener un significado, porque es igual a la altura de las torres desde el suelo. La importancia y situación del pozo no es aleatoria, ya que (según la guía) se cree que los miembros de esta civilización no vivían en estas construcciones permanentemente, sino que habían sido creadas para rendir culto al agua, un símbolo muy importante para ellos.


Lo cierto es que un halo de misterio envuelve a esta civilización extinta, como otras que no dejaron testimonio escrito, hasta el punto de que no hay todavía un consenso general sobre la función de estas construcciones. Entre las teorías que se barajan figura la de emplazamientos de control militar, monumentos fúnebres o incluso altares para el dios de la luz. Por lo que a su construcción respecta, llama la atención la falta de cualquier tipo de mortero para unir los sillares de piedra. Este tipo de técnica se denomina "construcción a piedra seca", como la del acueducto de Segovia (sillares de granito sin argamasa entre ellos).



 La entrada al recinto te permitía acceder asimismo al Centro Giovani Lilliu y a la Casa Zapata. El señor Lilliu fue, además de arqueólogo e historiador, el descubridor de Su Nuraxi y su máximo valedor. El museo en sí era aburridete y no había ni un alma (bueno, solo 3): lo que más comentamos sobre la figura de este señor era su completa incapacidad para mostrar cualquier tipo de rasgo juvenil. Es decir, debió de nacer siendo ya mayor e instruido en el noble arte de la arqueología, porque impresiona ver lo vejete que parecía ya en los años 50 y saber que, en realidad, murió el año pasado, a la nada desdeñable edad de 98 años. ¡Con razón no había forma de encontrar una foto juvenil! La Casa Zapata, una antigua residencia nobiliaria de barones sardo-aragoneses, me pareció más interesante, aunque es una visita de estas fugaces. Una vez despachada, nos dirigimos al primer hotel del viaje.



El primero y seguramente el mejor, porque aunque resultaba un pelín difícil de encontrar y no había ningún local cercano al que poder ir para cenar, la habitación era enorme. De hecho, teníamos más camas de las que necesitábamos: cuatro en total. Se llamaba B&B Sardaferie y estaba regentado por una pareja de alemana + italiano con hija alemanoitaliana. Nada más dejar nuestras cosas cogimos el coche y nos dirigimos al único restaurante con pinta de restaurante que pudimos avistar en Uras, el pueblete más cercano al hotel. Se llamaba Frank's y las pizzas, degustadas en la terraza superior de este local tan remoto, nos supieron a gloria.



A la mañana siguiente desayunamos en el jardín del hotel para reponer fuerzas con vistas a la jornada que nos esperaba. Estábamos cerca de Oristán, el pueblo natal de mi amiga sarda Marta, que regresaba a su patria el 4 de agosto, tan solo unos días después de nuestra partida, y razón por la que no pudimos coincidir muy a mi pesar, ya que me encanta estar acompañado de lugareños, como bien es sabido. De todas formas, aprovechamos sus consejos para los objetivos del día: bañarnos en la playa de Is Arutas, famosa por su arena compuesta de granos de cuarzo, visitar la "fenicia" Tharros, bañarnos en la playa de Bosa Marina y dirigirnos hacia Alguer para dormir allí.



Siempre hay algún elemento gatuno en el viaje, y en este caso, cual Diego, me vi obligado a hacer fotos y vídeos de estos cinco mininos en su lucha denodada por el desayuno. Llegaban a meterse en nuestra habitación, dispuestos a dormir a nuestro lado, pero no queríamos problemas. Como diría Crende: «¡Ay, qué cosiiita!»



 Tenía la impresión de que Tharros era un auténtico vestigio de la civilización fenicia, pero las posteriores llegadas de tanto cartagineses como romanos, así como la ulterior invasión de los sarracenos, limitaron a la mínima expresión la herencia fenicia. Algo parecido sucedió con las nuragas y las posteriores colonizaciones de la civilización púnica y romana.


 Probablemente fue fundada en el siglo VIII a. C. y llegó a ser una de las ciudades más importantes de Cerdeña durante la edad púnica (finales del siglo VI al 238 a. C.). La construcción del tofet, el santuario característico fenicio-púnico a cielo abierto donde se guardaban en urnas de terracota los restos incinerados de niños, a veces acompañados por estelas de arenisca, datan de la edad fenicia. Aunque, como nos dijo la guía, poco de fenicio queda aquí. Cerdeña fue invadida posteriormente por los vándalos, pero solo un siglo después fue rescatada por el imperio bizantino. 



Y hete aquí la foto más famosa de Tharros, las dos columnas con vistas al mar Mediterráneo. Sería una estampa idílica e histórica si no fuera por un pequeño detalle: son de cemento armado (¬_¬). Eso sí, ese dintel de la izquierda sí es auténtico. Su propósito es indicar la presencia de un templo.



 La visita guiada fue muy interesante y muy práctica la información, pero lamentablemente se ha ido desvaneciendo en las inmensidades de mi red neuronal hasta desaparecer casi por completo, y lo de arriba ha sido lo que he podido rescatar, gracias también a mis famosos vídeos, je. De todas formas, para algo está internet. Recuerdo que la chica nos hablaba de esta torre como la torre española. Su función era avistar cualquier posible incursión árabe. 


 No está de más recordar el pasado hispano de Cerdeña, puesto que formó parte de la corona de Aragón durante cuatro siglos (XIV - XVIII) y, de hecho, todavía se puede percibir su influencia: sin ir más lejos, mi amiga se apellida Garau y en Alguer se habla un catalán antiguo denominado alguerés.



Después de la visita pusimos rumbo a la playa de Is Arutas, procurando no sucumbir a la tentación de llevarnos ese cuarzo tan molido y pulido como recuerdo, puesto que las multas por tamaño delito podían ascender a 400 euros, según nos había dicho el dueño del hostal. El tacto era curioso, pero resultaba todo un martirio caminar por la playa por la manera en que te hundías. Comimos en un chiringuito cercano a una playa (rodeados de alguna avispa que Tista esquivaba con astucia mediante su compleja "posición de seguridad") y pusimos rumbo a Bosa Marina, otra de las playas recomendadas por Marta.

 

La verdad es que esta no me pareció que tuviese nada en especial. Aprovechamos para practicar el noble deporte del disco volador, primero conmigo como participante y luego como fotógrafo. Lo malo es que, pese a mi única intención de retratar los lanzamientos, en mi trayectoria se interponían dos muchachas que no acertaron a adivinar el propósito de mis instantáneas, o al menos al principio. Con esto y un heladito ya estábamos listos para emprender la marcha hacia Alguer.



Naturalmente, dejar para la tarde el recorrido en coche por la costa tenía como objetivo aprovechar la ocasión para retratar la puesta de sol desde todas las ubicaciones posibles y con todos los dispositivos a nuestra disposición, valga la redundancia.



Hm, como veo que se me va acabando el tiempo, me veo obligado a aumentar la velocidad del relato. Pues bien, llegamos a Alguer y fuimos al hotel que habíamos reservado en la ciudad. Se notó el cambio que suponía su situación en cuanto a calidad respecto al rural del día anterior, pero necesitábamos poder desplazarnos a pie y aprovechar esa noche, que coincidía con el fin de semana, para darnos una vuelta nocturna.


 Al día siguiente visitamos la ciudad de forma completamente improvisada, leyendo la información sobre diversos monumentos y desterrándola sin querer de nuestras mentes por arte de magia. ¿Estaré apoyado o no en esa foto de arriba? Es una de mis gilifotos características.



A lo largo del viaje tuvimos la suerte de contar siempre con un tiempo estupendo.





 Después de la visita de rigor había que dirigirse a parajes de mayor belleza. Los que tenía marcados eran el cabo Caccia y la gruta de Neptuno, así que allí fuimos.



 Las vistas eran impresionantes y, aunque el calor apretaba, da gusto pensar en ello ahora en este frío noviembre :-).


 Para ir a la gruta de Neptuno había barcos que partían desde el propio Alguer, pero si no se tiene realmente interés en el propio trayecto y, encima, cuentas con coche propio, lo mejor es ir en coche hasta el cabo y, en vez de bajar para coger el barco desde más cerca, investigando por nuestra cuenta averiguamos que se podía ir andando después de bajar una buena cantidad de escaleras. 



Fue todo un acierto y, de hecho, la subida de la vuelta me pareció incluso más corta que la ida. Las vistas, además, también son bonitas. Y luego está el prurito de ahorrarte un durito y encima hacer algo de deportito.



La visita es guiada por obligación y el guía hablaba varios idiomas. Si la memoria no me falla, eran italiano, francés e inglés. Esperamos un rato para rebajar un poco la temperatura, secar el sudorcillo y... ¡adentro!




El lento desarrollo de la erosión convierte a las estalactitas en estalagmitas hasta el punto de llegarlas a unir en las famosas columnas. Parece solo agua, pero el carbonato cálcico hace maravillas.




 


 Las cuevas es uno de esos clásicos lugares de interés turístico y a mí, personalmente, siempre me llama la atención por el inmenso lapso de tiempo que representan. Si ya resultan impresionantes las construcciones milenarias hechas por el hombre, imagínate lo que supone encontrarte en una gruta en donde diez millones de años te contemplan.


Después de haber visitado Alguer y alrededores, era hora de recorrer el litoral norte de la isla. De nuevo improvisamos nuestras paradas. Primero hicimos un breve alto para un cafelito en el horripilante Puerto Torres, sin nada que contemplar ni visitar pero luego nos detuvimos en Castelsardo, una bella sorpresa porque no nos esperábamos nada a juzgar por el breve espacio dedicado en la guía. En la forma desde la distancia me recordó un poco a Ares del Maestre. 



A primera visita una visita al castillo podía parecer una empresa demasiado ambiciosa, porque tenía otro oscuro plan en mi mente que quería cumplir por la tarde, pero subimos a buen ritmo y al final mereció la pena. Visitamos el castillo y la concatedral de San Antonio Abad. En su práctico sitio web hay información al respecto que no tendría mucho sentido pegar aquí, puesto que el artículo se haría interminable.


 

 El objetivo consistía en ir a darnos unos buenos chapuzones al Aquafantasy de camino a Santa Teresa Gallura. Me confieso un fan acérrimo de estos lugares que proporcionan diversión a la vez que te permiten refrescarte. ¿Qué más se puede pedir? Todo procede del grato recuerdo que me produce siempre el primero de ellos: el Aquacity (lo recuerdo con ese nombre) de Mallorca y el mítico "ai non podo..." de mi padre bajando por uno de esos toboganes donde ir sentado todo el rato implica detenerse en algún momento de la bajada y tener que impulsarte con las manos. Fue una para de unas horas antes de dirigirnos hacia el coqueto poblado de Santa Teresa Gallura, pequeño pero con una plaza resultona.


En esa plaza nos tomamos unas birras y aprovechamos su wi-fi para reservar el hotel, que no estaba excesivamente alejado del coche, aunque hubo que caminar unos minutillos. Dejamos nuestros enseres y disfrutamos de una noche agradable, con la mente puesta en nuestra visita fugaz a Córcega del día siguiente.



Cogimos el transbordador y realizamos una visita al pueblo costero de Bonifacio, donde atracaba nuestro medio de transporte. La foto más famosa probablemente es la de estas casas oteando su isla vecina en el mismo borde.



La comida fue modesta: sándwiches de supermercado y agua. Una vez saciada el hambre nos pusimos a caminar y fuimos dejando las casas cada vez más lejos, como se puede ver en esta sucesión de imágenes.





 El Crende tenía tanta cuerda que llegamos a perderlo de vista y decidimos esperarlo a la sombra. Como estaba todo al descubierto, a mí no me hacía mucha gracia la idea de una insolación o alguna que otra quemadura. Como tampoco veía ningún lugar de interés a lo lejos, me parecía que lo más indicado era volver a Bonifacio e investigar el pueblo. Así lo hicimos.




Salió alguna foto de esas que siempre se me parecen a la portada de un disco por la distribución de los objetos representados. La señora es la batería.


Después del paseo tomamos de nuevo el ferry para dormir una noche más en Santa Teresa Gallura y partir al día siguiente hacia la costa este de la isla. A nuestro parecer, el rimbombante nombre de Costa Smeralda no le hace mucha justicia si uno no dispone de los medios necesarios para explorar este litoral. En coche se hace difícil acceder a ciertas calas, pero supongo que su acceso más intrincado la hace más atractiva para los que disponen de su propio yate: si te puedes permitir el lujo de acceder a calas con una presencia de turistas o incluso lugareños meramente testimonial, te parecerá ser su propio dueño. A nosotros nos pasó algo curioso: dejamos el coche donde acababa el asfalto y comenzamos a caminar en busca de una de esas calas remotas. En algunos momentos estuvimos a punto de rendirnos y volver con el rabo entre las piernas, pero decidimos no cejar en nuestro empeño hasta que el camino nos llevase a un punto muerto. De hecho, nos cruzamos a otros turistas que volvían de ese camino y habían decidido rendirse a la evidencia. Nos preguntaron si sabíamos por dónde se iba y les dijimos que estábamos en la misma situación. Nos lo jugamos a una carta: ¿acabaríamos perdiendo el tiempo para regresar como esa pareja o descubriríamos alguna cala? Pues sucedió lo segundo y lo celebramos bañándonos, aunque el agua estaba saladísima y Crende sufrió algunas irritaciones en la piel que le empezaron a transformar en un auténtico walker con el paso del tiempo.



 

 No está hecha la miel para la boca del asno y está claro que costa Esmeralda no era el sitio apropiado para unos pordioseros como nosotros. Comimos en Olbia, un pueblo sin mayor atractivo que pasó sin pena ni gloria, y decidimos seguir nuestro recorrido de vuelta hacia el sur para quedarnos en el hotel que habíamos reservado el día anterior en un pueblecillo llamado Posada. ¿Qué mejor nombre para el pueblo de un hotel?


 El emplazamiento del hotel no podía ser mejor por lo que al pueblo respecta, pero también era el peor con respecto a la situación del coche, que había dejado abajo para no meterme por estas calles, ante el desconocimiento de la disponibilidad de aparcamiento e incluso la circulación por estos lares. El Tista pensaba que nos habíamos confabulado para reservar el hotel en la posición más alta posible y su tragicomédico enfado con posterior reconciliación resultó curiosa. La verdad sea dicha: desconocíamos la altitud a la que se encontraba el hotel.


Después de cenar en la propia posada, salimos a tomar unas cervecillas en un bareto cercano y a disfrutar contemplando el firmamento en otro pueblo perdido del interior de Cerdeña. Tista batió su plusmarca personal de cervezas, cinco, sin dar muestras de embriaguez: uno de los temas de conversación de la noche.
Al día siguiente continuamos nuestro regreso al punto de partida: Cagliari.



¡Madre mía, qué precios! Y que lo digas.


 El día y medio que quedaba lo dedicamos a Cagliari, probablemente el lugar de Italia con las mujeres más bellas, por lo menos en mi experiencia personal. Sin haberle prestado demasiada atención a las demás durante el viaje, en una plaza vi a una que me cautivó a la vieja usanza, como ese modelo Natalie-Imbrugliano en mi cabeza. Por la noche, cuando buscábamos un sitio para cenar sin tener especial preferencia, me dejé seducir lamentablemente por los ojos y sonrisa de una camarera de belleza despampanante (a nuestro juicio). Tocó la flauta y me hizo levitar hasta ponerme en una de las sillas, forzando a mis vasallos a seguirme. Unas semanas después, el curso de Perugia para el que había solicitado información me dijo que este año el curso de 4 semanas tendría lugar en Perugia y en otra ciudad. ¿Cuál? Pues Cagliari, curiosamente. 


Al día siguiente visitaríamos la torre del elefante y nos meteríamos uno de nuestros paseos improvisados para recorrer los recovecos de la ciudad antes de regresar a la patria. Nos dejamos lugares en el tintero, como Pula o Arbatax, pero como dice Diego: «Así tenemos una razón para volver».








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