El empleado, un técnico noblote y campechano, quitó hierro al exceso de horas extra que no parecía mermar su ánimo.
—Nada, Paula, para eso estamos —respondió con una sonrisa que traslucía resignación y bonhomía a partes iguales antes de abandonar la oficina.
Removió los papeles que se amontonaban en la bandeja, como queriendo calcular a ojo de buen cubero el tiempo libre del que iba a disponer el fin de semana. «Otra semana a mil... ¿Cuándo llegará el día en que deje de medir el estrés laboral en potencias de 10 elevado al cubo? No puedo desconectar siquiera la víspera de mi cumpleaños».
Transfirió al llavero USB su tortura sabática con visitas matutinas a parques incluidas, aderezada con informes que prometían acabar con cualquier viso de esperanza para disfrutar de una jornada domenical tranquila y reposada. Recogió a la hora habitual, siendo la única persona presente para dar el relevo a Fermín, el bedel curado de espantos con el que sentía identificada.
Emprendió el camino de vuelta a casa sometiéndose de nuevo a la jungla del asfalto coruñés, donde una jauría anárquica de coches jugaba a enmarañar, donde los intermitentes pierden su significado y los conductores malgastan sus últimas gotas de buen humor.
Respiró aliviada al llegar a casa sana y salva una vez más. Su cansancio era tal que, nada más llegar a la habitación, apenas dispuso del tiempo necesario para activar la alarma y ponerse agónicamente el pijama antes de caer profundamente dormida.
El maldito reloj cumplió desgraciada y robóticamente su función para así levantarse temprano, y adquirir por ciencia infusa la cara de pocos amigos que genera el levantar la persiana y ver qué poco efecto surte en la iluminación de la habitación. «No hay nada más deprimente que esto», pensó. Erguirte y descubrir que aún es de noche te transmite la extraña sensación de que el tiempo no ha pasado, que no has dormido y que todo sigue igual.
Sin apetito suficiente para un desayuno en condiciones, se dirigió como un zombi al coche para poner rumbo al parque de turno. Una de esas visitas prescindibles que con mucho gusto delegaría al primer desconocido que pasase por la calle.
Cuando llegó, se alegró de comprobar la presencia de su compañero Matías. Era una de esas personas dicharacheras y lenguaraces que podían convertir el tedio en un mal menor pasajero. Justo el tipo que necesitaba al lado para trabajar en un día tan especial para ella.
—Hola, Matías, ¿no ha llegado Xusto todavía?
—Pues no estoy seguro... ¿Has probado a mirar en el R-7? Ya sabes que le gusta hacer ejercicio por las mañanas poniendo en marcha las palas de ese aerogenerador a mano.
—Boh... vai rañala.
—De todas formas, creo que deberías subir a la góndola... porque... ¡es el nuevo modelo! ¡Vas a flipar!
Algo había en el entusiasmo de Matías que parecía fingido. Sin embargo, lo cierto es que era una tarea que debía realizar tarde o temprano, aunque solo fuera por la curiosidad propia de la profesión.
Se dirigió al R-7, el modelo más avanzado de entre todos los aerogeneradores de nueva generación que la empresa había acabado de adquirir. Situarse justo delante de él resultaba imponente. Lo cierto es que el paisaje que producían no dejaba de resultar singular: como una parada inmóvil de gigantes en plena algarabía, con sus palas como extremidades y el aire como lenguaje. Poblaban los campos y valles, coronaban montes, afeaban para unos y aliviaban para otros. Pensaba sonriente en aquellas palabras de Matías a modo de lema empresarial: "La energía eólica ha supuesto todo un soplo de aire fresco".
Mientras subía en el ascensor recordó la primera vez que había montado al gigante, la espectacular perspectiva desde la que podía contemplar el verde e idílico paisaje que la rodeaba, la pureza del aire, la insignificancia de las personas desde las alturas.
Una vez en el interior de la góndola, comprobó las características de los dispositivos, y se dio cuenta de que dejaba a la altura del betún la versión anterior. Pese a que carecía de los conocimientos de un experto, las partes como el generador, el multiplicador o el sistema de seguimiento eran visiblemente más avanzados. El nuevo controlador contaba además con una pantalla táctil de alta resolución. ¿Sería esto lo que impresionaría a Matías?
El alba estaba despuntando, y no pudo resistir la tentación de contemplar el proceso, que no por cotidiano dejaba de ser espectacular. Era curioso como los hombres dejaban de admirar aquello que formaba parte de su rutina, ese sol que nos salvaba la vida y nos libraba de la oscuridad, siempre ligada a la tristeza, la umbra, encarnada por Érebo para los griegos, Herulus para los romanos, Ahrimán para los persas...
Allí, agarrada a la línea de vida, se olvidó por un momento de todo y disfrutó con el albor iluminando su cara. Sin embargo, a medida que se fue haciendo la luz sobre la superficie de la góndola, comprobó que había algo escrito encima de ella. Parecía una frase. En un primer momento pensó que era un nuevo lema que acompañaba al logotipo de la empresa, pero resultaba sin duda un lugar extraño para colocarlo. Cuando se giró, reparó asombrada en el resto de líneas que la acompañaban, y se dio cuenta de que eran versos... como en forma de soneto.
Sobre el molino de viento otea,
a la luz del alba una princesa,
de rostro vivo y ojos turquesa,
onírico viso de Dulcinea.
Helios refulge en el horizonte,
trisan las golondrinas a lo lejos,
y el cielo es un mar de espejos
que de un firmamento nos esconde.
Aquí sueñas despierta que quieres ser
dueña de este paraje huérfano,
con bucólicas praderas por doquier.
Será la brisa del amor, empero,
la que te azote cuando te vuelvas,
y descubras que aquí te espero.
Se giró extrañada y otro punto de luz le cegó la vista por un instante. Parecía una conjunción de dos astros con intensidades de radiación solar semejantes. Sin embargo, cuando logró entreabrir los ojos, advirtió una cabeza sobresaliente que la miraba con una sonrisa cómplice.
Comprendió que era él, y esbozó una sonrisa.